Alma región luciente,
prado de bienandanza, que ni al hielo
ni con el rayo ardiente
fallece; fértil suelo,
producidor eterno de consuelo:
de púrpura y de nieve
florida, la cabeza coronado,
y dulces pastos mueve,
sin honda ni cayado,
el Buen Pastor en ti su hato amado.
Él va, y en pos dichosas
le siguen sus ovejas, do las pace
con inmortales rosas,
con flor que siempre nace
y cuanto más se goza más renace.
Y dentro a la montaña
del alto bien las guía; ya en la vena
del gozo fiel las baña,
y les da mesa llena,
pastor y pasto él solo, y suerte buena.
Y de su esfera, cuando
la cumbre toca, altísimo subido,
el sol, él sesteando,
de su hato ceñido,
con dulce son deleita el santo oído.
Toca el rabel sonoro,
y el inmortal dulzor al alma pasa,
con que envilece el oro,
y ardiendo se traspasa
y lanza en aquel bien libre de tasa.
¡Oh, son! ¡Oh, voz! Siquiera
pequeña parte alguna decendiese
en mi sentido, y fuera
de sí la alma pusiese
y toda en ti, ¡oh, Amor!, la convirtiese,
conocería dónde
sesteas, dulce Esposo, y, desatada
de esta prisión adonde
padece, a tu manada
viviera junta, sin vagar errada.