Cuando aprendí con lentitud
a hablar
creo que ya aprendí la incoherencia:
no me entendía nadie, ni yo mismo,
y odié aquellas palabras
que me volvían siempre
al mismo pozo,
al pozo de mi ser aún oscuro,
aún traspasado de mi nacimiento,
hasta que me encontré sobre un andén
o en un campo recién estrenado
una palabra: orégano,
palabra que me desenredó
como sacándome de un laberinto.
No quise aprender más palabra alguna.
Quemé los diccionarios,
me encerré en esas sílabas cantoras,
retrospectivas, mágicas, silvestres,
y a todo grito por la orilla
de los ríos,
entre las afiladas espadañas
o en el cemento de la ciudadela,
en minas, oficinas y velorios,
yo masticaba mi palabra orégano
y era como si fuera una paloma
la que soltaba entre los ignorantes.
Qué olor a corazón temible,
qué olor a violetario verdadero,
y qué forma de párpado
para dormir cerrando los ojos:
la noche tiene orégano
y otras veces haciéndose revólver
me acompañó a pasear entre las fieras:
esa palabra defendió mis versos.
Un tarascón, unos colmillos (iban
sin duda a destrozarme)
los jabalíes y los cocodrilos:
entonces
saqué de mi bolsillo
mi estimable palabra:
orégano, grité con alegría,
blandiéndola en mi mano temblorosa.
Oh milagro, las fieras asustadas
me pidieron perdón y me pidieron
humildemente orégano.
Oh lepidóptero entre las palabras,
oh palabra helicóptero,
purísima y preñada
como una aparición sacerdotal
y cargada de aroma,
territorial como un leopardo negro,
fosforescente orégano
que me sirvió para no hablar con nadie,
y para aclarar mi destino
renunciando al alarde del discurso
con un secreto idioma, el del orégano.