Las piezas de ajedrez están sobre el tablero, esperando no sé qué próximo y exacto movimiento, fijas y creadas para impersonales ceremonias, suspendidas en la vigésima jugada ante el inminente derrumbe de las blancas, cuando el rey de albura ya no puede elegir y las negras deciden la maniobra que ha de realizar bellamente el cataclismo.
Las negras han penetrado para siempre la intimidad del monarca enemigo, por la eficaz intriga de un alfil, establecido en un cuadro solitario y apoyado por la mágica L de un caballo, que parece dormir envuelto de sí mismo.
Las blancas ya no tienen defensa, salvo la de precipitarse en un heroísmo erróneo, en una brillantez mortal, que no conseguirá otro esplendor, otra proeza, que la de sucumbir a la mitad de una combinación inoportuna.
Un amanecer de madera asciende gradual de estos derribos, con el espectro plural, invisible y coloreado de príncipes y reyes; un pájaro incorpóreo rompe el silencio en ese árbol, y una música natural parece estar viviendo como materia pura.
Los instantes se suceden, una hora se desgrana aparentando perpepetuarse adentro de un día que sabemos efímero. Una nube se desliza. El ladrido de un perro se adelgaza, se va rápidamente por la calle.
Perséfone levanta las manos, las lleva a su cabello, las devuelve muy lenta a su regazo, y toda palabra al comenzar ya está perdida, pero tiembla.
Perséfone bosteza, mira la desnudez de sus muslos. Muchas sombras separadas forman en el cielo un bestiario gris en gris metamorfosis, con una sensación de bruma, de estación de lluvias, de eclosión de algo, de maravillamiento.
Su regazo palpita, padece y goza flujos y reflujos, como si un deseo intenso la transportara, la aflorara en otros eventos de la sangre.
Brillan las piezas de ajedrez en su inmovilidad de guerreros disecados, dispuestos inmutablemente a ser dirigidos a su milésima muerte aunque sólo han vivido momentáneamente en la bella coherencia del sistema de un hombre.
El rey de albura ya no tiene defensa ni cortesanía, espera en un yermo cuadrado la salvación ilusoria, como si el rigor del tablero tolerara el vano gesto de una pasada imprecisión y, el caballero despreciado en una provincia inútil, pudiera en un solo movimiento volar sobre el abismo de las cuatro eles que, desde hace nueve espejismos lo separan de la postración y la ceniza.
La dama del rey de albura, en el discreto aislamiento de los peones contrarios que desdeñosos la rodean, no puede ni podrá acudir a rescatar el prestigio del reino blanco, precario y humillado, hundido lentamente por la poca humanidad de su estrategia. Mientras los derrotados, siento que recuerdan, cómo cayeron abatidos los últimos alfiles por la incongruencia de sus argumentos.
Perséfone me mira, pero excitada no entiende el por qué la mujer perturba las altas elucubraciones, la médula de una visión extraordinaria, si original y luminosa las enciende. Yo retengo en el aire el vuelo de su mano, rememoro otros vuelos, otras liviandades, otros frutos del cuerpo.
Al tiempo que los instantes se suceden, y una hora titubea pasando, ya casi fenecida, casi fuera de la mañana que de niños soñábamos estable.
Sobre el momento en que recuerdo el paisaje, la sombra y el sonido que provocó la luz en este cuerpo, que ahora se levanta de mi lado con la espalda desnuda y los largos cabellos haciéndome buscar otro recuerdo, en un sitio funeral que ya no es el de nosotros, pero que la memoria guarda, y de pronto hace brillar en una imagen fija irreparable.
Cuando veo sobre la mesa viejos retratos de gentes que existieron, sin entender que lentos pasarían como meras anécdotas, hasta perder fisonomía carácter.
Dejando como acto meritorio un hijo mortal para su descendencia, encapsulado una noche para emerger molesto al aire.
Cuando el silencio arde al borde de la hora titubeante, al borde de calles melancólicas y puertas y ventanas que se abren sin descubrir la vida ni la muerte. Al borde de sombras y seres y arbotantes, que en el recuerdo tendrán el peso de no ser un milagro.