Poemas de amor de Alfonsina Storni

I.

Acababa noviembre cuando te encontré. El cielo estaba azul y los árboles muy verdes. Yo había dormitado largamente, cansada de esperarte, creyendo que no llegarías jamás. Decía a todos: mirad mi pecho, ¿veis?, mi corazón está lívido, muerto, rígido. Y hoy, digo: mirad mi pecho: mi corazón está rojo, jugoso, maravillado.

III.

Esta madrugada, mientras reposaba, has pasado por mi casa. Con el paso lento y el aliento corto, para no despertarme, te deslizaste a la vera de mi balcón. Yo dormía, pero te vi en sueños pasar silencioso: estabas muy pálido y tus ojos me miraban tristemente, como la última vez que te vi. Cuando desperté nubes blancas corrían detrás de ti para alcanzarte.

VI.

Por sobre todas las cosas amo tu alma. A través del velo de tu carne la veo brillar en la obscuridad: me envuelve, me transforma, me satura, me hechiza. Entonces hablo para sentir que existo, porque si no hablara mi lengua se paralizaría, mi corazón dejaría de latir, toda yo me secaría deslumbrada.

VII.

Cada vez que te dejo retengo en mis ojos el resplandor de tu última mirada. Y, entonces, corro a encerrarme, apago las luces, evito todo ruido para que nada me robe un átomo de la substancia etérea de tu mirada, su infinita dulzura, su límpida timidez, su fino arrobamiento. Toda la noche, con la yema rosada de los dedos, acaricio los ojos que te miraron.

X.

Cuando recibí tus primeras palabras de amor, había en mi cuarto mucha claridad. Me precipité sobre las puertas y las cerré. Yo era sagrada, sagrada. Nada, nadie, ni la luz, debía tocarme.

XIV.

Estás circulando por mis venas. Yo te siento deslizar pausadamente. Apoyo los dedos en las arterias de las sienes, del cuello, de los puños, para palparte.

XVI.

Te hablé también alguna vez, en mis cartas, de mi mano desprendida de mi cuerpo y volando en la noche a través de la ciudad para hallarte. Si estabas cenando en tu casa, ¿no reparaste en la gran mariposa que, insistente, te circuía ante la mirada tranquila de tus familiares?

XXIII.

Miro el rostro de las demás mujeres con orgullo y el de los demás hombres con indiferencia. Me alejo de ellos acariciando mi sueño. En mi sueño tus ojos danzan lánguidamente al compás de una embriagadora música de primavera.

XXVIII.

Parece por momentos que mi cuarto estuviera poblado de espíritus, pues en la oscuridad oigo suspiros misteriosos y alientos distintos que cambian de posición a cada instante. ¿Los has mandado tú? ¿Eres tú mismo que te multiplicas invisible a mi alrededor?

XL.

He hecho como los insectos. He tomado tu color y estoy viviendo sobre tu corteza, invisible, inmóvil, miedosa de ser reconocida.

XLIX.

Pienso si lo que estoy viviendo no es un sueño. Pienso si no me despertaré dentro de un instante. Pienso si no seré arrojada a la vida como antes de quererte. Pienso si no me obligarás a vagar de nuevo, de alma en alma, sin encontrarte.

LIII.

Por veces te propuse viajes absurdos. —Vámonos, te dije, a donde estemos solos, el clima sea suave y buenos los hombres. Te veré al despertarme y desayunaremos juntos. Luego nos iremos descalzos a buscar piedras curiosas y flores sin perfume. Durante la siesta, tendida en mi hamaca bajo las ramas —huesos negros y ásperos de los árboles adulzurados por la piedad blanda de las hojas— me dormiré para soñarte. Cuando despierte, más cerca aún que en el sueño, te hallaré a mi lado. Y de noche me dejarás en la puerta de mi alcoba.