Vine por un camino de rosas y trigales,
mi corazón saltaba como un corzo en la aurora,
mis labios te decían desde lejos los nombres
de las más cotidianas y más sencillas cosas.
Los ecos y las huellas bajo el sol florecían,
los jilgueros cantaban por no dejarme a solas,
cuando al volver un codo del camino a mi lado
se emparejó la muerte muda silente y hosca.
Bajo la luz tranquila se me nubló la frente,
se doblaron de tristes las nuevas amapolas:
«Espérame a la vuelta». y seguí mi camino
por trigos espigados y olivares y rosas.
Ascendí a tu morada y allí gocé tu cuerpo,
y allí bebí la muerte y sólo vi la aurora,
tus ojos en el fondo de un mar de nácar puro,
y tus besos tallados como cristal de roca.
Te apreté entre mis brazos, te confundí en mi sangre,
me hundí en tu pecho tibio y entre veras y bromas,
pasó la luz del día, pasó la noche densa
con olor de jazmines y canciones de ronda.
Los álamos, más altos que nuestra blanca torre,
se meneaban de pájaros como un libro de horas.
Pero aún era pronto para dejar los besos
y ese sopor tranquilo de la penumbra ociosa.
Bebimos vino añejo escanciado en las manos,
ebrias de tanto amor y claras como copas;
en el huerto encontramos las primeras cerezas.
Pasó de nuevo el día, pasó otra vez la sombra.
Salimos por el campo confundidos en uno,
tocaba con tus manos, hablabas por mi boca,
éramos un incendio de amor en la mañana,
a nuestro paso ardían los celajes, las frondas.
Al doblar un recodo nos detuvo la muerte,
me llamó por mi nombre y me dijo: «Ya es hora».
Mas no logró arrancarme de tu abrazo. A lo lejos
los álamos cantaban con el sol en las hojas.