En las tinieblas los cuerpos envejecen
sin que nadie repare en el escándalo.
Un rostro amable y terso se confunde
con los belfos que van hacia la muerte.
Por eso somos hijos de la noche
a la puerta del templo. Un lamparín
es también el anuncio de reposo
para los cazadores extenuados.
Una taberna, por ejemplo, es en la noche
el frontispicio de las maravillas.
O al menos una luz en las colinas
donde rondan los perros salvajes.
Nadie teme a la muerte adormecido
en su mesa de palo y sin embargo
entre los altos vasos apacibles
se enfría el corazón con la insolencia
(y el encanto tal vez) de un tigre adulto
en la plaza del pueblo a pleno día.
Ninguna confidencia en verdad nos degüella.
Ni la risa recuerda a un jabalí
de pelambre dorada y fino precio.
El páncreas es un campo de ciruelas.
Los diablos apagan la linterna.
Aguardan (como suelen) donde cesa la luz.