Tengo a los dioses cerca de mí de Gustavo Ossorio

Tengo a los dioses cerca de mí. De nuevo estoy entre
mis cosas, entro en su posesión.
Sin embargo, aguardo a que alguien me traiga mi mejor
vestido; y que hasta el fin multiplique su sabiduría
para conocerme y sepultar lo viviente.
Como el adúltero que espía en la noche y dice: ¿No me verá
nadie?, así también yo espero el fin de la luz
para arrebatar la fruta con mi mano ávida.
Me aparto del camino y torno a él sin redención.

El tiempo azota mis furores y mucha gente enmudece sólo
de mirar mis llagas.
¿Qué justicia esperar si cada cual es sordo y en mucho
aturdimiento gime solo?
¿De dónde ha venido que aún vivo entre alianzas y
abatimientos?
¿De qué piedra lóbrega y sin santidad llegué, que el
corazón sin descanso recuerda mi obra deshecha?
¿Dónde está mi parte?
Mi espera se prolonga como un temor, mi voz tiembla
porque en la tierra despoblada no hay nada limpio
y a cada paso mío dan mis pies con huesos ennegrecidos.

Pero esta tierra es todo. Aquí nací. Aquí muero. En
ella me miro y grito.
De los sembrados a las aguas; del páramo hirsuto a la
heredad bien mantenida;
Del humo turbulento sobre los incendios hasta la nube
sola y por sí misma, esto es la tierra.
En ella conozco mi bien y mi fruto, y siembro y recibo
azotes, y envío mensajeros con tablas marcadas,
Y me envanezco porque estoy cautivo y asolado como
por un vendaval.
Pero las cosas que ocurren van acumulando arena y muros
y caras impávidas y padres aterrados de sus propias
discordias.
Las cosas que ocurren al hombre son su afrenta, su
montaña y el quebrantamiento de sus esperanzas.
Por eso comienza de nuevo a ver los caminos, y las
voces se hacen familiares al extremo de provocar
nuestras lágrimas.
Sí, hay de nuevo verdades y hojas trasparentes que
tocan nuestros cabellos mientras dormimos.
Y hay querellas, y hembras y varones que se miran sonrientes
para poseerse.
La vida se agranda debajo de la muerte.
Y esta misma asoma como un resecado cauce y ya no
oprime ni aflige, sino que se extiende como un
manto morado.

Para salvar al hombre de sus hermanos que quieren devorarlo.
De pronto una ventana se abre, donde estoy preguntando
a los que pasan: ‘¿Ya no conocéis la maldad?’
Y todos contestan algo, algo que yo no puedo comprender.

En sus gestos hay esencia y lodo justamente,
Son los simuladores que se llevan oculto el cofre de
la alianza.
Yo lo sé, pero no puedo revelarlo: irían transfigurándose,
uno a uno hasta descubrirme.
Me oculto, pues, en mi piélago, y mi corazón fragua
el espanto, para no quedar desarmado.
Pero como una corriente pasan, como días pasan los
desalmados impetuosos, todos confusos, todos hartos
de iniquidad.
Oigo atentamente sus conversaciones para desprender una
enseñanza, pero los dioses guardan para sí las
sendas encantadas, y mi fuego alimento en vano.
Cubierto de polvo estoy, pero mis ropas limpias de
todo contacto vil.
Mi lengua será cortada y atada con gruesa cuerda para
ahogar la perversión y la altivez.
Desde que fui morador de la tiniebla, nunca hubo un
tiempo de tanta calamidad.
Es tan frágil mi alegría, que basta oír en mi soledad
a alguno que niega su nombre,
Para que ella se torne en llorosa pobreza.

Otras veces, adormecido sobre el lecho, aparto de mí
mi obra, tomo un alimento sin corrupción.
Tengo que llamar a los inicuos que no pueden con sus
huesos;
Y multiplico mis panes, sin rehusar ningún nombre o
eco que me calme con su llegada.
Pero mi alegría es leve como un secreto desnudo y sin
rescate: se va como bestia herida entre vapores
y aguas densas.

¿He de reñir por esto con todos?
Yo sé bien que en mitad de mi desierto hallaré alguna
vez la casa,
Pero no sé si los días me alcanzarán para conocerla.
Aun estoy hablando y me espantan las palabras, porque
su imperfección atrae los objetos nefastos.

Decae mi confianza y al punto surgen las distancias
como espantosos vértigos.
Salgo de mi, y mi vida sólo queda en el rostro de todos
los que me conocen,
Pero yo no puedo recibir ya los besos,
Y en una esquina de ciudad desconocida, atisbo la pasada
de los muertos prudentes, para que limpien
mi piel de vanidades malignas.
Ahora cierro mi boca, y me alegro en medio de la ceniza,
¡oh medio día gris y sordo donde sólo ella puede
florecer!
Quito mi calzado y cautelosamente salgo a sorprender
las señales.
De sima en sima voy, descubriendo antiguos nombres y
cifras que hacen sutil mi tacto, diáfanos mis dedos.

¿En qué me apoyo?, ¿cuál es mi sustento?
Fundo mis pasos en piedra dura, pero cada uno deja en
ella algo de mí, me disminuye y me gasta.
¿Se espera algo de mí?
¿Alguien, una mujer quizás, con cabellera flamígera,
aguarda mi pasada por el recodo conocido?
¡No tengo pruebas, ay, no tengo pruebas; y todo me
grita que voy solo, sin hombres, sin pájaros, sin
leones ni corderos, por este desfiladero fragoso!
Y mis uñas son aliadas de la furia.
Y ellos y ellas de consuno conspiran para mi extinción.

Los ojos están hechos de caminos siempre rectos.
¿Cómo no morir de terror si vemos que nuestra imagen
nos sigue gesticulando, porque sólo hay verdad en
el círculo que cierra nuestro oriente perdido?
He aquí que me he atrasado con mis años.
Ya no soy el mozo que alzaba su azada para hender
próspera tierra;
Ya no siembro prodigios, ni mis voces resuenan jubilosas
en el valle verde.
Me acomodo en pequeños recintos, con el aliento contenido,
y reclinado sobre jergones negros.
Un dulce sopor invade mi sangre y las estatuas lunares,
tan trabajosamente labradas, con despojos y
sombría nieve, van fundiéndose en terrible silencio,
una aquí, allá otra,
Todas obedientes al soplo final.
Sin brazos, sin agonía, se precipitan al fin.
Como si el mundo no transcurriera ya
Y sólo la memoria, como una chispa eterna, concentrara
el aliento de los hombres tristes.

He viajado con ángeles cargados de peces vivos,
Y con niños opacos que sólo una vez han tocado el delirio.
Nunca hablé con ellos.
Nunca bebimos juntos un vino dulce.

Nunca vi cómo hollaban los montes y los collados y las
planicies innumerables, ni las duras ondas, con sus
pies sin huellas.
Nunca supe sus nombres, y mis lágrimas ardieron más de
una vez ante su soberbia.

En mi frente sólo tengo el azar de sus caras siempre
nuevas, con unos destellos metálicos,
Y un recuerdo de sus carcomidos trajes, hechos de filamentos
transparentes.
Ay, desnudos compañeros, ¿soy yo acaso el mismo que
veis?
¿He despertado acaso en el fondo de un horno lleno de
herrumbre y no me lo queréis revelar?
¡Empero nadie os puso en mi camino para vigilar mi juicio!
¡Nadie os dio de comer en mi plato, ni ejercitó vuestros
relojes para contar mis minutos!

¡Y os tengo aquí, ante mí, a mi lado, no me abandonáis
un instante!
Pero ya no os diré nada más, porque sé que vais aliados
por el temor a mi piedra recia;
Porque teméis también a mi amor, que os quita la sombra
que acaparabais ilegalmente;
Y en la hora maligna, cuando mi cabeza esté a punto de
estallar como un trueno terrible,
No querréis decirme dónde está el manantial sagrado, ni
me acompañaréis a bien morir.

¡Ah, qué soledad!
¡Y qué rígido pliegue hace mi capa si por un instante
me detengo a buscar el plano de mis tesoros ocultos!
¡Qué flor llena de insectos negros se levanta de entre
mis recuerdos si pienso en la carne omnipotente!
No es algo más terrible que yacer confundido entre los
cerdos; es más bien como si unas alas recortadas y
sangrantes dieran saltos en un rincón de la casa.

Muchas cosas hay que esperan mi mano y el destello mío
para ocupar su lugar justo entre las otras.
Es su vida, que yo llevo oculta entre mis muertes.
Es la pequeña vida menor, que no está ni habita en
morada alguna hasta que mis dedos hagan el pase
mágico sobre su ausencia y mi aliento le dé nombre
y un habla que la distinga.
Es también la existencia gigantesca que me anonadará.
Llevo en mí su principio, siento en mí su poder; y mi
poder es no darle el día, ignorarla, llevarla y traerla
como una sortija tapada siempre con suave guante;
Hablar de ella en una lengua extraña, no mirar sus altos
muros, ni sus rocas, ni sus lagos.

¡Seres raros que llegan y desaparecen sin ser nada!
¡Seres entornados como inútiles puertas que yo no alcanzo,
llenos estáis de mis olores y mis gestos!
Hay una edad moza y unos años provectos: en una se alzan
los vaticinios como árboles furibundos;
¡En la otra ya está todo recordado, ay, y es como un
testimonio de la entraña sin salvación!

¿Por qué habré de llamar en mi ayuda a gente enigmática
y cubierta de negros velos?
Yo estoy solo, metido en un nido de cañas consumidas,
Pero los hombres que me miran desde sus montañas no
son fieles a su origen,
No comprenden por qué perezco sin llamarlos,
Soplan sobre sus luces moribundas y se quedan dormidos
en el camino, sin temer a los despojadores nocturnos.
¡Ay, hombres que se funden como cirios reblandecidos.
Hombres con rostros demasiado próximos o demasiado remotos.
Hombres instruidos en las prácticas infernales, movedizos
y ágiles como perros de circo!

Un día llegará en que todos caigan como terrones húmedos
y queden deshechos y negros…