Sabía que vendrías a hablarme
y no te huía
demonio, ángel mío, tentación en el aire.
Sabía que tus ojos ahogarían mis ojos
cansados ya de largos horizontes de hastío
y de copiar tranquilos paisajes de remanso.
Antes de verte, lejos, te adiviné en mi alma,
como algún fauno joven que con su flauta báquica
avivara en mi carne
un fuego leve, quieto,
amenazado casi de apagarse algún día,
rodeado de hielos, engaños de mí mismo.
Al escuchar mi oído la brisa de tus voces,
ángel mío, demonio, tentación en el aire,
aquel día que el cielo brillaba y era Agosto
sentí en mi alma un roce de blandas plumas blancas
como si frescas alas me nacieran de pronto,
y mi ser se llenara de pájaros cantores.
En silencio, callado, yo te entregué mi alma,
aquella que había sido espada victoriosa,
que había decapitado todas las tentaciones
a ti, mi ángel malo, te la entregué sin lucha,
y tú con tu sonrisa, ¡oh tu risa que hiere!,
arrancaste de mí los altivos laureles
y casi sin mirarlos, despreciastes a aquel
que alargando la mano te los daba vencidos.
Por seguir tus caminos
dejé en un lado a Cristo,
tentación en el aire, ángel mío, demonio;
deserté de las blancas banderas del ensueño
para seguir, descalzo, tus huellas que manchaban.
Abandoné los quietos pensativos cipreses
levantados al cielo, místicos del paisaje,
para pisar el polvo y las ruines hierbas
que ocultan con sus verdes el agua cenagosa.
Robaste de mi cielo las piadosas estrellas,
aquellas que eran tenue revuelo de cristales
caído del regazo virginal de la tarde,
y sólo me dejaste a la impúdica Venus,
brillante de lujuria, y al ciego Amor,
el falso, el inconstante, el loco,
el que adorna su frente, no con la eterna yedra
sino con la guirnalda de los mirtos lascivos
y las rosas de un día;
aquél que con sus risas ha trastornado el mundo
sin ver nunca si el dardo que alegremente arroja
hiere sólo la carne o llega al hondo espíritu
hasta hundirlo en la muerte o en la locura acaso.
Quisiera ser la rota columna decadente,
aquel ángel mancebo perfecto entre sus bucles,
o mejor, el Apolo que ayer recibió culto,
y que hoy sepultado bajo la tierra espera
el día de volver a las nubes olímpicas,
mientras que las raíces se enroscan a su cuerpo
-a la gracia del niño tan sólo comparable,
ya las sencillas flores de los valles idílicos-
como viejas y obscuras serpientes milenarias.
Todo lo que a tu alma, tentación en el aire.
demonio, ángel mío, arranca de su frío
quisiera ser, y humilde, ofrecértelo todo,
para que ya pasado un momento de fuego
me despreciara más tu cruda indiferencia;
pero en ti hay algo que es mío y no lo sabes,
algo que entró de mí a pesar de ti mismo,
y es esa indiferencia que te hiela los labios
a la que yo amo más que a la amable sonrisa
que no pasa del rostro.
¿Qué sabes tú de esto?, ángel mío,
demonio, tentación en el aire. Del helado placer
de sentir el desprecio, y del llorar alegre,
¿qué sabes tú, qué sabes?
Aunque me hayas quitado a Cristo, el que perdona,
el comprensivo, el dulce, el manso Jesucristo,
un día volveré al alba, ya cansado,
con mis descalzos pies sangrantes de la senda
y lloraré las lágrimas, las que tú no ves nunca,
hasta borrar el último recuerdo del pecado.