Aquella noche te llamabas Ula
y huías ululando por la nieve.
Aquella noche escandinava
en que las alas de la nieve
entraban por debajo de la puerta
y, ateridas, se desplumaban
-yo te veía figurarte en Ula,
estremecida por el fuego,
e internarte en el bosque
en connivencia con lo oscuro.
Es verdad que no traspasaste
la puerta de la casa
-pero ésa eras la otra-
mientras, melena al viento,
Ula, con pies alados,
asustaba a la noche.
¿Cómo lograste, cómo hubiste
que aquélla fueras, que la nieve
te cambiase aquel nombre
-y que tus pies dejaran
huellas legibles: y dejases
a tu conmigo amando
de mentidor testigo?
Y entonces me mirabas: cuando ibas
alzándote ululante
-delicada Eloísa de la nieve-
mientras yo el albedrío te entregaba
de mano de mi lengua.