Uno aprende a entregarse poco a poco;
es una antigua costumbre de la piel,
casi una rutina permanente.
Ensaya los gestos más dramáticos,
los más inocentes,
altivos o distantes.
Finalmente consigue el ángulo perfecto,
y a ello sólo el tiempo contribuye.
Por eso -los muertos-
guardan una perfecta compostura.