Habían hecho la jornada
a lo que fue la Isabela,
con la unción del mahometano
que camina hacia la Meca.
Viejo propósito ha sido;
concierto que desde Iberia
formaron, y cumplen hoy
como devota promesa.
Vienen a ver los lugares
en que sus deudos murieron,
bajo el yugo abrumador
de ocupaciones plebeyas.
Caballeros de Castilla,
con disciplina severa,
Colón les puso al trabajo,
y les mató la faena.
Vienen a ver las ruinas,
el leve polvo que resta
de aquella ciudad famosa,
hace diez lustros deshecha.
¡Y ora frente a su perímetro
están, con el alma opresa,
y en silencio que había más
que la mayor elocuencia!
-‘!Oh, tú, villa! bautizada
en honor de la gran reina!
¡Oh, ciudad, del Nuevo Mundo
la que fundaron primera!
Llamada a ser de estas Indias
indisputable cabeza,
¡quién te ve, que no se asombra…!
¡quién te ve, que no se apena…!
Eres patrona del vulgo;
de los ociosos conseja;
y te dominan, impunes,
la broza, terrible dueña
de tu asiento, y el lagarto,
monarca de la maleza’.
De altos recuerdos henchida;
subsolada de osamentas
humanas; sin pueblo y triste;
todo ruido adquiere en ella
repercusión alarmante,
sonoridades siniestras.
Los arbustos que a los pies
de ambos hidalgos se quiebran,
emiten chasquido sordo,
chasquido de calaveras.
Zumba un enjambre en las flores;
y el zumbido tenaz, suena
como el roncan melancólico
de alguna gaita gallega.
El airecillo sutil
que se tuerce y culebrea
al pasar entre la fronda,
se plañe, como alma en pena.
O bien, un pájaro-mosca
de un aletazo se aleja.
moviendo un bronco rumor,
tan extraño que consterna.
Hasta el mismo sol ayuda
a la fatídica escena:
entre una nube que pasa
y otra nube que se acerca,
ilumina incierto a ratos;
a ratos su lumbre vela.
De pronto, los peregrinos
abocan una amplia senda;
de corpulentos yagrumos
y jabillas corpulentas
hermosamente sombreada
a una mano y a la opuesta.
Allá en el fondo unos muros
hechos pedazos, blanquean:
son de casas derruidas
de la difunta Isabela.
Y hacia mitad del camino,
de espaldas a los que llegan,
unos doce caballeros
lentamente se pasean.
Van con los negros sombreros
ornados en plumas negras;
los vestidos, enlutados,
y las capas, cenicientas.
Como en una procesión,
discurren en dos hileras
pausados, ceremoniosos,
en silencio, y con cautela.
Es de ver que los estoques
y la oscura vestimenta,
lucen pautados por moda
que hace tiempo no se lleva.
Y en tanto que las pisadas
de los hidalgos son huecas,
las suyas no alzan más ruido
que el que las sombras hicieran.
De súbito se detienen;
las enjutas caras vueltas
a los intrusos; les miran
con insistente fijeza;
taciturna la expresión,
y muy juntadas las cejas.
Saludando los hidalgos
con airosa continencia,
de su sombrero, en las manos,
las pintadas plumas tiemblan.
¡Dios guarde a los caballeros
por largos años! Empresa
sin duda muy semejante
y acomodada a la nuestra,
os traerá por estos sitios,
donde en bravísima época
tales sucesos pasaron
que una larga historia llenan.
Callando se están los doce;
pero en cortés reverencia,
a los chambergos levantan
pausadamente las diestras;
saludan y, al saludar,
¡horror que la sangre hiela!
se vienen con los sombreros
desprendidas las cabezas…!