Ya que se ha llegado el día,
gran rey, de tus alabanzas,
de la humilde musa mía
escucha, entre las que alcanzas,
las llorosas que te envía;
que, puesto que ya caminas
pisando las perlas finas
de las aulas soberanas,
tal vez palabras humanas
oyen orejas divinas.
¿Por dónde comenzaré
a exagerar tus blasones,
después que te llamaré
padre de las religiones
y defensor de la fe?
Sin duda habré de llamarte
nuevo y pacífico Marte,
pues en sosiego venciste
lo más en cuanto quisiste,
y es mucha la menor parte.
Tembló el cita en el oriente,
el bárbaro al mediodía,
el luterano al poniente,
y en la tierra siempre fría
temió la indómita gente;
Arauco vio tus banderas
vencedoras, y las fieras
ondas del sangriento Egeo
te dieron como en trofeo
las otomanas banderas.
Las virtudes en su punto
en tu pecho se hallaron,
y el poder y el saber junto,
y jamás no te dejaron,
aun casi el cuerpo difunto;
y lo que más tu valor
sube al extremo mayor
es que fuiste, cual se advierte,
bueno en vida, bueno en muerte
y bueno en tu sucesor.
Esta memoria nos dejas,
que es la que el bueno cudicia,
que, amigables y sin quejas,
misericordia y justicia
corrieron en ti parejas,
como la llana humildad
al par de la majestad,
tan sin discrepar un tilde
que fuiste el rey más humilde
y de mayor gravedad.
Quedar las arcas vacías,
donde se encerraba el oro
que dicen que recogías,
nos muestra que tu tesoro
en el cielo lo escondías;
desde ahora en los serenos
Elíseos campos amenos
para siempre gozarás,
sin poder desear más
ni contentarte con menos.