Yo no quisiera cantar
porque mi voz ha dejado
un rastro de sombra negra
en el blancor de tu paño.
Por ti, me volví poeta,
por ti, recorrió sonámbulo,
y en total desequilibrio
el trote de mi caballo.
Aquella luz mañanera
que se despertó llorando
sobre encendidos claveles
y delicados geranios,
era tu rostro, y el brillo
de las alas de tus pájaros
batiéndose en maceteros
de rojo y blanco pintados.
Hoy, es historia pasada,
de algo que vivió en mis campos,
de algo que vibró en mis cuerdas
al soplar vientos helados.
Ya no quisiera cantar,
los mástiles de mis barcos
no pasearán sobre el verde
de tus inmensos océanos.
Mis peregrinos tampoco
harán caso a los badajos
que pegan sobre los bronces
de tus campanarios altos.
La luz de mi plenilunio
al caer sobre tus lagos
ignorará los rumores
del ruiseñor y sus cantos.
Aspirarás la fragancia
en las flores de amaranto,
y al entrecerrar los ojos
comprenderás que te falto.
En tus pétalos rosados,
por lluvias, ¡ajados tanto!
se reflejará el recuerdo
de mi evidente quebranto.
Tú dirás: “Ferviente amigo,
¡ven a mí, te estoy llamando!
hoy los pies de mi memoria
quieren de tu césped blando;
¡ven a mí, ferviente amigo!
¡ven a mí, te estoy llamando!
quiero desandar caminos
que hoy estaba recordando.”
Yo estaré lanzando redes
en relinchos de caballos,
con escalofríos inmensos
y los ojos extasiados.
Yo estaré soñando yeguas
de respiros agitados,
sufriendo de blancas lunas
los enfermos rayos claros.
El martirio de tu ausencia
me dará un sabor amargo,
y el brillo de tu memoria
como un astro ya apagado
no perturbará jamás
mi ser desequilibrado.