A la hora en que los robles se cierran dulcemente, y estoy en el hogar junto a las abuelas, las madres, las otras mujeres; y ellas hablan de años remotos, de cosas que ya parecen de polvo; y me da miedo, y me parece que esa noche sí va a venir el labriego maldito, el asesino, el ladrón que nos va a despojar de todo, y huyo hacia el jardín y ya están las animalejas de subtierra yo digo, ellas tan hermosas, con sus caras lisas, de alabrtro, sus manos agudas, finas, casi humanas, a veces, hasta con anillos. Avanzan por senderos, diestramente.
Asaltan la violeta mejor, la que tiene un grano de sal, la celedonia que humea como una masita con miel, el canastillo de los huevos de mariposa oh, titilantes.
Actúan con tanta certeza.
Una vez mi madre dio caza a una, la mató, la aderezó, la puso en mitad de la noche, de la cena, y ella conservaba una vida levísima, una muerte casi irreal; parecía huída de un banquete fúnebre, de la caja de un muerto maravilloso. La devorábamos y estaba como viva.
El anillo que yo ahora uso era de ella.