Asisto al despojo del día
con su luto de marfil herido,
a la ausencia del que no volvió de la guerra,
que sin decir su nombre
quedó clavado en la monarquía del silencio.
Sin ser carpintero ni ir más lejos,
hago todo lo que pertenece al martillo:
me voy de golpe en golpe cantando
por el tajo abierto de la madera.
No tengo que cerrar los ojos
ni amanecer en la hoguera de la noche
para escuchar la navegada voz de la sal
que se ahoga en el imperio del agua.
Concurro al mundo sombrío del espejo,
al murmullo de una vasija rota,
a una figura estática que duerme
en la lengua metálica de un espejo roto;
pero, por sobre todo esos guijarros y derrumbes,
yo acudo a la ansiedad de una campana
que no puede sonar.