Aunque pudiésemos representarnos
lo que es, no podríamos
decirlo ni comunicarlo…
Gorgias
Desde la pluma brotas, súbita
llama tensa que se prende aun a la madera
húmeda y la quema y la guarda.
Entonces tu jadeo (reiterado,
sonámbulo sonido que atraviesa
las destruidas, de amor, paredes
de mi cráneo y pronuncia sin decirlo
mi solo nombre oscuro y dibuja mi rostro),
tu jadeo me recorre. Yo gozo
la tensa y acre miel de tus axilas
y el vello, violento y deslumbrante,
que sube, musgo negro, de tu vientre.
Echado sobre ti, dejo en tus senos
la huella de mi pecho, un turbio laberinto
de cabellos y amor. Desaparezco en ese instante
y respiro ahogado en tanta sombra. Se acelera
mi sangre. Apenas reconozco tus ojos
en la apretada luz que me golpea las sienes
y las manos. Son, no sé, tres, cuatro, diez
segundos de gozosa inconciencia.
Nuestra palabra es una sola letra terca.
¿Qué nombre concederte ahí, un signo
que sin lastimarte te construya? Tu nombre
no te agota ni puebla por sí solo,
con tu imagen, la memoria de nadie.
Lo tienen también algunas aves
que sólo cantan al atardecer. Tendría
que inventar, para mirarte bien
entre la turba terca de las cosas,
un cúmulo de voces y de signos.
Te reconocería así en la muchedumbre:
una voz te haría aguja encontrada
en el pajar. Pero ¿quién compartiría
mi manera de hablarte? Idéntica
a ti misma, diferente de todo,
sólo a mí momentáneamente te asemejas
cuando por mi boca respiras.
Te doy cuanto yo necesito
y cambias ya de rostro.
Una eres cuando caminas entre automóviles
y grasa que hiere el paladar y otra
cuando recibes el peso de mis venas.
¿Cómo decir
con solo un nombre las siete especies
de mujer que tú eres? Seis, siete voces
por la llama que fuiste; diez, doce
nombres por el mar que serás. Tu nombre
pronunciado en la penumbra despedaza
al que digo bajo el sol de noviembre.
¿Para qué destruirte con una voz, entonces,
para qué encerrarte en un sarcófago sonoro?
Quedémonos así,
goloso uno del otro, y sin hablar.