En el vértigo del pozo angélico
gira y echa flor en los desiertos
de la sal, y les procura puertas
y pájaros cálidos y frutos.
Nueva, la carne se acrisola
bajo la estéril costra; humea
la ciudad corrompida: antorchas
y granizo de azufre. Y sigue
la derrota de mis fantasmas
en su remolino de cegueras.
Y en lo que no puede comprenderse
ejerzo ahora las palabras.
Yo, el desterrado; yo, la víctima
del pacto, vuelvo, el despedido,
a los brazos donde te contengo.
De rodilla a rodilla, tuyas,
la palma del tenaz espacio
se endominga y tensa su llamado:
su noble cielo de campanas,
su consumación en la sapiencia,
su bandera común de espigas.
Y el tacto mira, y en sus ojos
se inscriben hechos memorables
a salvo de ayer y de mañana.
Envejece inútil el castigo
a lo lejos, mientras tú, de estrenos,
suavizas tus misterios vírgenes,
la migración de tus arroyos
placenteros, tus racimos trémulos.
Yo errante y vivo, te conozco.
Tú, la estatua blanca, establecida
en el centro que no se muda;
la sal asombrosa del incendio,
el horno sagrado de estar viva.
La ciudad pequeña, tú, mi puerto
de tierra adentro; sembradora
de claros jardines, habitada.
Depuesta por las llamas últimas
sobre las playas de ceniza,
tú, milagro de la estrella fósil,
o pasmo de moldes interiores
en el caracol de tibia púrpura,
o perfecto mascarón de proa
en el tajamar erosionado.
Y con qué exigencias me reclamas;
me enriqueces con qué trabajos;
a qué llamados me condenas.
Cuando un girar de golondrinas
arteriales, se transparenta
por entre estériles desiertos; rige
lo incomprensible en las palabras;
cobra el fruto ansiado de las puertas
con los cerrojos descorridos.