Entrada ya la noche,
empapado el desmonte por la lluvia reciente,
trepábamos por él, y el mismo ramo
vencido de mimosas nos despeinaba. Luego,
siempre, en silencio, hacíamos
en el repecho un alto, y te miraba,
enamorada cómplice, mientras tomaba aliento
(¿necesitaba aliento entonces yo?) y fingía
actitudes seguras.
Poemas de Alfonso Canales
En el que el poeta toma prestadas las palabras
de John Donne para desabrigar infundados temores…
¿Qué haremos en invierno -me preguntas-,
sin un mal cobertor que nos defienda
del frío? ¿ Qué participada prenda
abrigará las desnudeces juntas ?
Todo buen poema de amor es prosa.
T.S. Eliot
Porque estás ahí delante -siempre delante, eso sí-,
pero confieso humildemente que no puedo encerrarte en
un cauce.
No sé cómo poner música a la música,
como dar olor al jazmín,
color al sol que se hunde por la tarde,
como quien dice: esto se ha acabado,
no esperen ustedes que salga mañana por la mañana.
Qué indefinible tristeza, cuando uno escucha
las palabras casi sin sentido
que surten de miles de labios
y que se van, sin orden, amontonando en el aire,
las palabras como insectos que liban
en miles de orejas ambulantes, las palabras
que se disuelven, como olas, sobre la playa de la tarde,
adelgazando, trocándose en espuma,
en humedad, en nada.
Tierra mía, florido campo en el que
sepulto mi raíz, los ojos quedan
en la copa, mirándote, y aún viven
la ocasión más que el resto de la carne
vegetal, o se inclinan con la espiga
que el viento del amor amaga, y besan
vibrátiles el muro de las sombras
desde las que me surto de divina
majestad.
Vuelo inútil: la luna ya ha perdido tu espíritu
y tu canto ya tiene por estela el silencio.
Pronto, estrella llovida, recipiente de nada,
nublarás unas flores o el brillo de una piedra.
Ni un rumor, ni una lágrima multiplican tu muerte,
ni un suspiro da eco tristemente a tu pico:
nadie siente que pierdas tu lugar en el aire
y que, al igual que duermen peces entre las olas
y hombres entre la tierra, no tengas tu descanso
en los azules vientos que acarician tus alas.
Oh aquellos días claros de mi niñez, aquellos
días entre jardines, entre libros y sueños,
a qué poco han quedado reducidos: las piedras
brillantes al sol alto del dulce mediodía
–¡qué amarilla se ha puesto de aquel sol la memoria!–,
las pequeñas calizas, los cuarzos y pizarras
polvorientas, suaves, bajo los almecinos,
aún tienen un rescoldo de recuerdo en mis manos;
el jazmín del estío -¡qué fue de aquella nieve!-,
que daba olor de fiesta a la tranquila noche,
aún lo siento en el pecho, cuando cierro los ojos;
y el rumor de las olas, lenta, lejanamente,
en mi interior florece cuando llueve el silencio.
Acediae impugnationem non declinando
fugiendam.
Casiano
Cuando en el río de soledad que, a veces, nos recorre,
un álveo seco, piedras
con huella de lavados imposibles,
verano interminable de guija al sol, de insecto al sol,
de raíz sin esperanza,
notamos una barca por la greda,
que aventa el polvo con los remos podridos de carcoma,
sola bogando, hincando
el astillado palo entre costillas
de calcinadas reses,
es él quien anda.
Amor, amor, amor, la savia suelta,
el potro desbocado, amor, al campo,
la calle, el cielo, las ventanas libres,
las puertas libres, los océanos hondos
y los escaparates que ofrecen cuando hay
que ofrecer al deseo de los vivos.
De los vivos, amor, de los que olvidan
que un día no habrá puertas ni ventanas,
ni potro ni raudales de la hermosura
para estos, estos ojos, estos ojos
donde habrá que engastar unas monedas
-y otra bajo la lengua-, por si acaso
al barquero le sirven o al que busque
sueños de ayer, de hoy, bajo la tierra.
¿Adónde va el amor, por más que duela
el corazón a cada estrecho paso;
con qué peso se hunde, en qué fracaso
el beso se anonada y se cancela?
Abrígalo si puedes: va que vuela
su precario calor, al cielo raso.
¡Oh soledad, mi soledad, aroma
de la muerte, naufragio
del contiguo vivir, cuchillo, llama,
que corta, quema el mundo y manos, voces
que el mundo alza como alambres para
tender los Paños, las banderas limpias
de la amistad!
¡Oh soledad, presagio
de la tierra movida o de la cal y el canto
clausurados!
Es preciso que cuente la historia de Juanico,
aquél a quien sedujo mi niñera, una tarde
de verano. ( Se ha dicho que fue bajo los pinos.)
Era delgado, alto, melancólico. Un negro
pañuelo le ceñía el largo cuello. Estaba
delicado del pecho.
Entrada ya la noche,
empapado el desmonte por la lluvia reciente,
trepábamos por él, y el mismo ramo
vencido de mimosas nos despeinaba. Luego,
siempre, en silencio, hacíamos
en el repecho un alto, y te miraba,
enamorada cómplice, mientras tomaba aliento
(¿necesitaba aliento entonces yo?) y fingía
actitudes seguras.
Igual que en esas series
de cajas chinas, donde va el espacio
acotándose más y más, ciñéndose
a una cuadrada almendra de vacío
en la que todo es íntimo y sensible
a la añorada percepción, el cielo
y el suelo, la ciudad, el edificio,
la planta, el cuarto, el lecho, son tabiques,
progresivos contornos de una carne,
última estancia del saber.