Viene del lado inmóvil del tiempo, suena
desde una cueva oscura esa voz que nadie localiza,
flota en el aire,
se empoza en la nostalgia, como un presagio líquido,
surcando la penumbra gris del atardecer.
He aquí, en un remolino de pájaros, la música;
el vértigo indomable de la voz, y John Lennon
sueña, imagina, eleva
la construcción del grito, la precisión insomne
de la luz insaciada.
John Lennon, a lo lejos,
trepa por el crepúsculo,
y reverdece el cauce del calendario,
como si un maremoto,
recorriendo el declive de la memoria,
el velo del origen descorriera.
He aquí la perfección de la tristeza
que mide la distancia de la noche, su indescifrable código,
sus ocultos designios, en tanto
dilapida sus pétalos la duda.
No es acaso John Lennon quien cruza la avenida,
sino una sombra dulce que no borró la lluvia,
anclada a un tocadiscos que, pese a todo, suena,
mientras entre los sauces se atrinchera el otoño.