El que medita a la sombra de una torre,
o el que canta
en la cima de ese Everest moldeado de nieve,
puede ver cómo el mundo vuelve hacia atrás sus
ojos
y olvida sus cabellos caídos por la historia,
puede observar también cómo allá en lo
profundo
quedan lagos por descubrir, selvas
blanquísimas
y todo un reino de bondad nativa
que iguala ante la ley aves y hombres.
Ve cómo el viento suave levanta un murmullo
de hojas en Manchuria,
o mueve una palmera tropical,
y todo es así;
hay siempre un sudor frío que anega la frente
del tirano,
que moja el pecho del coolí dormido entre
bambúes
y cae sobre la humanidad como lluvia cándida
de democracia, de traición y mano blanca.
Toda esta frondosa vista deja un pozo de sangre
en la memoria,
sangre al besar los labios de esa mujer
y ver que son de humo,
destino de desear las dunas de ese pecho
como montones de nostalgia:
y de adormecerse entre las brumas de ese país
que nadie ama.
Pero el mundo volverá a sonreír,
tal vez mañana se ofrezcan a Dios árboles
tiernos
y dólares de oro,
tal vez las armaduras, los fusiles que fulgen
se oxidarán en los desvanes de la aurora
con sequedad de latones o sacos de herrumbre
Tal vez el que medita o canta
observa ya mejillas sin cicatrices,
insólitas banderas
desplegadas hacia los astros vivos
y una claridad pura
por occidente, inmóvil sobre el caos