Sólo la amistad es un hecho consumado
Sully Prudhomme
Nos vemos a menudo. Cenamos mucho juntos.
A veces, a la hora peor, cogiendo el taxi,
los miro como a extraños. Despedirse
y sonreirnos tanto son muecas del alcohol. ¿Quiénes son estos?
O a la vuelta del viaje -se ha pasado muy bien-,
súbitamente singularizados
por el próximo lunes de estupor y tareas sin amigos,
mientras se da por hecho la siguiente
y yo siento ese vértigo de volver a ser yo tras un nosotros
demasiado compacto y comprensible.
Hemos hablado tanto… No me acuerdo de nada.
Eh, vayamos por partes. Si recuerdo
con un pequeño esfuerzo, copa en mano,
al que dice en plural de pareja la frase
de moda entre nosotros: Os queremos,
aún se puede salvar la noche de parejas sin hijos que se quieren
unas a otras, cenan civilizadamente
y toman copas juntas.
Es curioso:
los amigos que tengo ya tengo que salvarlos
con arduos subterfugios de la benevolencia.
A ver. Tiempos de crisis: alguien te da la mano
con un pequeño alivio, dos mil duros.
Confidencias: nos dimos la ocasión unos a otros
de parecer a un tiempo complicados
y vulnerables. Se puede querer mucho
e inteligentemente a alguien así.
Qué más. Las vacaciones: nos bañamos desnudos y era rabiosamente
bello y salvaje.
Una hermosa victoria -pero no muy secreta (imprescindible)-
sobre los bebedores de café.
Como follamos todos, es un placer el préstamo de cuartos, sin pre-
guntas:
connivencia de iguales. No cambiamos las sábanas.
Canciones boquiabiertas en fotos sonrientes,
esa mirada grave de padecer-con cuando algún problema,
postales -os queremos- y postales,
diminutivos cómplices, etcétera y etcétera.
Pues la verdad:
nos vamos a morir de amor de amigos.
Pero entonces, ¿por qué tanta extrañeza
y el vértigo inquietante de no saber a quién, por qué, qué tanto, al des-
pedirnos?
Será que amar es eso, que nos quieran
-susurra el generoso corazón-
después de los mil duros y bañarse y las fotos y demás,
como una consecuencia: todo es lógico.
Y quizá es que me asustan innecesariamente
las cosas que entendemos con esa claridad rotunda de que dos y dos
sean cuatro
en un mundo tan cómodo, tan fácil
como pasarlo bien con los amigos en una noche ociosa y solidaria.
Desprevenidos, tontos
de puro no saber ni preguntarse,
con la intoxicación amable de quererse sin culpas, no temiendo
que el día menos pensado nos estalle en las manos el engaño aritmé-
tico de la felicidad.
El hecho consumado no precisa razones.
Sin embargo, lo siento, esto es muy raro
y yo aún no sé qué coño pintamos todos juntos.