Hombres descalzos

Grávida luz, me hiere tu silencio;
quéjate, grita, rómpeme la sangre
con un feroz escalofrío.
Será la muerte, sí, pero no importa.
¡Morir hasta que el mundo resucite!
Morir hasta que sean en el mundo
los hombres recorriéndolo descalzos:
¡la humanidad por fin enriquecida!

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Tú sabes

(…) Aunque me sepas, ¡mírame!
¿Y si yo no pudiera?
¿Si al buscarme,
me desmoronara. los desconociera,
¡tus ojos, ellos, sobre mí, como una brizna de calor!
y dejáramos de ser?
Ellos, sobre el mundo.
No nos importará repasar el camino,
andarlo y andarlo.

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Tú venías

Tú venías.
Sobre un mar infinito de lumbre venias soñando.
Y en tus ojos, despierta, venia la flor en su nieve.
Tantos pájaros eran contigo, que arpegios gozosos
imantaron la seca llanura, ¡y todo fue vuelo!
Fue en el aire canción de azucena tejiendo su encaje.

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Vergüenza

(Ante una muerte)

Cae tu muerte en mi corazón, llenándolo de vergüenza.
Le grito a mi corazón: «¡Nunca!»
Pero él levanta una nota y me contesta:
«Siempre», murmuro. «¡Siempre!»
El eco repite sobre el mundo: «¡Siempre, siempre!»
y todos los poetas,
con tu muerte doliéndoles, avergonzándolos,
responden: «¡Siempre!»
Porque, mientras tú morías,
mientras tus manos que morían aún intentaban volar
todos los poetas abrazaban su canción.

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