Te rodean las aves de presa.
Se desplazan
con ojos avizores.
De la inmensidad del cielo bajan.
Te rodean las aves de presa.
Se desplazan
con ojos avizores.
De la inmensidad del cielo bajan.
Deslenguada y altiva la ciudad aparece en el papel.
Habla de un solo entierro donde hubo numerosas viudas.
De casas de vidrio mecidas por el viento.
Sobre un par de máscaras que se quiebran a plena luz.
Esas y otras historias se dispersan veloces
como lebreles ingleses en los días de caza.
Alguien tiene que sentarse a mirar lo que sucede
en esta ciudad presumida.
El poder ciego permite el avance de estatuas desgraciadas.
Los pájaros regresan del invierno como hatos de luz.
El décimo día de noviembre
gauchos amanecidos fuera de las pampas
hacen retumbar galopes por los suburbios.
Algunos poetas me escriben cartas
donde me cuentan que deliran por el lejano sur.
No son pocos los que me imaginan en una casa
construida con maderas claveteadas,
escribiendo sin cesar mientras la nieve cae y cae
Hasta piensan que suelo estar sentada junto al fuego,
como si fuese un personaje de ciertas novelas decimonónicas,
y me piden que les describa el silencio porque ellos ya no lo recuerdan.
Aleteos de pájaros
y el cielo tan oscuro,
los árboles
se agitan en danza.
Por la calle corre
aire frío.
El cartero y su bolsa
pasan de largo.
Los dioses no se detuvieron
en esta ciudad arisca
y asesina.
Antiguos como el mar
más testarudos que una mula,
recalaron con sus dones
en otras tierras.
Quien no lo sepa,
quien intente negarlo,
padecerá sus trampas.
El invierno se acaba,
la gente está loca,
esa desmesura produce
discusiones tribales.
Se retira el invierno
desaparece la nieve.
Algunos permanecerán alterados.
En este día tan de madriguera
la ciudad descansa de una mala noticia.
Ahora cerrarán las puertas con varias llaves.
Perros negros vigilarán las casas.
Los insomnes no dejarán de escuchar disparos.
Un ebrio tambaleante
irrumpirá
en la noche.