A Luis Ledo
Como una flor sorprendida en medio del desierto se nos revela la sombra audaz de un cuerpo perdido en la enramada, deslumbrada materia que es casi un sollozo, un advenimiento, puro lenguaje en el verde paraíso de los sueños.
A Luis Ledo
Como una flor sorprendida en medio del desierto se nos revela la sombra audaz de un cuerpo perdido en la enramada, deslumbrada materia que es casi un sollozo, un advenimiento, puro lenguaje en el verde paraíso de los sueños.
El cielo de la tarde aún es un incendio, una piedra quemada que lentamente envejece. El aire es limpio y bajo como un nuevo placer que tú desconocías. Se alboroza el silencio. Melodía de alas entre las hojas vivas. Escondido en la tela, te sobrecoge un pájaro, un pájaro imposible, negado para el vuelo, un deseo ilusorio enredado entre las ramas, enmarañado en el paisaje; un pájaro atrapado al que le niegan el poder de ascender, el de ausentarse…
Acerca tu mirada a este paisaje. Que tus ojos recojan todo el verde profuso que lo habita, la luz azafranada que da vida al silencio, la plenitud posible, exuberante, del volcán, la de la luna llena… Que descubran tus ojos la vigencia vegetal que se despliega e inunda su verdor entre los cardos, a ras de tierra.
Construida la casa, qué queda sino aguardar ante su puerta un efecto de luz, una voz que desde dentro te llame y cubra, como un presentimiento, la honda distancia que separa tu nombre de otros nombres.
La casa sola, geometría del aire, describe la razón de la escritura, la herida intacta del silencio.
El cuerpo se acomoda a la secreta lascivia de las cosas, a su pobreza más íntima. Su morada es lugar de nacimiento, fulgor del día, voz inicial que se entreabre al sol de la mañana. La casa fue siempre el encuentro de la tierra y el agua, un fruto que germina con la luz y como el árbol se yergue vertical, insobornable.
El secreto del aire se cifra en la cal enlucida del muro. Piedra sobre piedra, en el muro reconoces la luz del día, el agua de la lluvia, la sombra vertical de los veranos. Tu nombre, escrito desde hace años sobre el muro, se agrieta por momentos y tiende a desaparecer.
Hoy, habitada la casa, descubres el asombro que la manden firme, en pie. Y aunque no lo recuerdes, unos ojos dormido ocupan sus salas, unos ojos dormidos en mitad de la noche como la huella imprecisa de la luz de un relámpago, como un gesto fiel que sólo sabe de ti por su silencio y que reclama una nueva lectura o que quizás tan sólo espera ser escrito para ser de otro modo finalmente.
El espejo prolonga el enigma inicial de la mirada. La figura reconoce la soledad del que llega, de quien busca adentro una coartada para seguir, de quien sabe que el espejo no es sino la imagen de otra imagen, un espacio irreal, confuso, como la propia vida.
Hay un camino fugaz en cada página, una palabra inaugural, un acorde medido, casi inaudible, que subraya el ritmo de los días y se adentra en ti y te sostiene. Y hay otras palabras -escribió Cesariny- que nos suben ilegibles a la boca, palabras imposibles de escribir, palabras maternales, soledad deshecha.
Concededme siquiera este refugio, este lugar al sol donde escribir sin culpa, libremente, donde cada palabra sea un acto de amor que se hace piedra, flor del sueño, sed de nubes. Siquiera este refugio, esta orilla secreta, donde todo es más fácil.