Alargaba la mano y te tocaba.
Te tocaba: rozaba tu frontera,
el suave sitio donde tú terminas,
sólo míos el aire y mi ternura.
Tú moras en lugares indecibles,
indescifrable mar, lejana luz
que no puede apresarse.
Te me escapabas, de cristal y aroma,
por el aire, que entraba y que salía,
dueño de ti por dentro.
Poemas de Antonio Gala
Durante un anochecer en esta playa te amé tanto
que una respiración
para los dos bastaba.
Suspendieron el mar, para mirarnos,
su armonioso escalofrío,
y su unánime vuelo de gaviotas.
Se divertía el agua, sonrosada,
como si fuera a amanecer,
y se posó el silencio sobre el aire
lo mismo que un jilguero en una rama.
Arrebátame, amor, águila esquiva,
mátame a desgarrón y a dentellada,
que tengo ya la queja amordazada
y entre tus garras la intención cautiva.
No finjas más, no ocultes la excesiva
hambre de mí que te arde en la mirada.
Atardeció sin ti. De los cipreses…
a las torres, sin ti me estremecía.
Qué desgana esperar un nuevo día
sin que me abraces y sin que me beses.
A fuerza de tropiezos y reveses
la piel de la esperanza se me enfría.
Aún eres mío, porque no te tuve.
Cuánto tardan, sin ti,
las olas en pasar…
Cuando el amor comienza, hay un momento
en que Dios se sorprende
de haber urdido algo tan hermoso.
Entonces, se inaugura
-entre el fulgor y el júbilo-
el mundo nuevamente,
y pedir lo imposible
no es pedir demasiado.
Tenía tanta necesidad de que me amaras,
que nada más llegar te declaré mi amor.
Te quité luces, puentes y autopistas,
ropas artificiales.
Y te dejé desnuda, inexistente casi,
bajo la luna y mía.
A las princesas sumerias,
cuando fueron quemadas con joyas rutilantes,
les brillaban aún sus dientes jóvenes;
se quebraron sus cráneos antes que sus collares;
se fundieron sus ojos antes que sus preseas….
¿Cómo comer sin ti, sin la piadosa
costumbre de tus alas
que refrescan el aire y renuevan la luz?
Sin ti, ni el pan ni el vino,
ni la vida, ni el hambre, ni el jugoso
color de la mañana
tienen ningún sentido ni para nada sirven.
Bajo los fuegos de fugaces colores
que iluminan el aire de la noche,
dame tu mano.
Mira abrirse las palmeras doradas, rojas, verdes;
caen los frutos azules de la altura;
rasgan el negro terciopelo
las estelas de plata…
En tus ojos yo veo el frío ardor,
artificial y efímero
de los castillos que veloces surgen
y veloces se extinguen.
¿Cómo comer sin ti, sin la piadosa
costumbre de tus alas
que refrescan el aire y renuevan la luz?
Sin ti, ni el pan ni el vino,
ni la vida, ni el hambre, ni el jugoso
color de la mañana
tienen ningún sentido ni para nada sirven.
Cómo retumba amor, cómo resuena
tu nombre, suelto en flor, por los collados:
su aletear de palomos azorados
ni el orden de la noche lo serena.
Cuánta luna y qué olor de luna llena
empapan con su lino los sembrados.
A trabajos forzados me condena
mi corazón, del que te di la llave.
No quiero yo tormento que se acabe,
y de acero reclamo mi cadena.
Ni concibe mi mente mayor pena
que libertad sin beso que la trabe,
ni castigo concibe menos grave
que una celda de amor contigo llena.
Bebió en tu boca el tiempo enamorado
y la cuajó con besos de paloma.
Casto tu cuello, sobre el oro asoma
tan sólo por el oro acariciado.
Lunado el pelo, el corazón lunado,
rubor apenas por el aire aroma.
Popayán
Era invierno; llegaste y fue verano.
Cuando llegue el verano verdadero,
¿qué será de nosotros?
¿Quién calentará el aire
más que agosto y que julio?
Tengo miedo
de este error de los meses que has traído.
Hoy encuentro, temblando ya y vacía,
la casa que los dos desperdiciamos
y el vago sueño del que despertamos
sin habernos dormido todavía.
Acordarse del agua en la sequía
no hace brotar ni florecer los ramos.
¿Dónde estás, dónde estoy, y dónde estamos?
Hoy me pasa el amor de parte a parte.
Temo encontrarte y no reconocerte.
Temo extender la mano y no tocarte.
Temo girar los ojos y no verte.
Temo gritar tu nombre y no nombrarte…
Temo estar caminando por la muerte.
La luna nos buscó desde la almena,
cantó la acequia, palpitó el olvido.
Mi corazón, intrépido y cautivo,
tendió las manos, fiel a tu cadena.
Qué sábanas de yerba y luna llena
envolvieron el acto decisivo.
Qué mediodía sudoroso y vivo
enjalbegó la noche de azucena.
Callad, amantes, y ocupad el labio
con el beso. No pronunciéis palabras vanas
mientras se busca vuestro corazón
en otro pecho, jadeante y pobre
como el vuestro,
ya al filo de la aurora.
Cuando te poseí por vez primera
tocaban a maitines
en el Convento de las Mercedarias.
Mi cinturón aprieta tu cintura,
y tu sonrisa, mi corazón.
Sobrevolamos las islas indecibles
y a nuestro paso las nubes se disipan.
¿Cómo regresar al beso la armonía
sin que la respiración se entrecorte?
¿Cómo planear la noche compartida
después de tanta ausencia?
Mi cinturón aprieta tu cintura,
y tu sonrisa, mi corazón.
Sobrevolamos las islas indecibles
ya nuestro paso las nubes se disipan.
¿Cómo regresar al beso y la armonía
sin que la respiración se entrecorte?
¿Cómo planear la noche compartida
después de tanta ausencia?
Mientras yo te besaba
te dormiste en mis brazos.
No lo olvidaré nunca.
Asomaban tus dientes
entre los labios:
fríos, distantes, otros.
Ya te habías ido.
Debajo de mi cuerpo seguía el tuyo,
y tu boca debajo de mi boca.
Nadie mojaba el aire
tanto como mis ojos.
Me decías: «¿Trabajas?»
Me decías: «¿Ya es la hora del té?»
Y yo no te decía: «Te amo»;
no te decía:
«Eres todo lo que tengo»;
no te decía:
«Eres la única rosa en la que caben
todas las primaveras».
Por mi cuello tu mes de abril resbala
y su música templa mi recelo.
De tu mano pasea amigo el cielo
y en mis hombros sus cármenes instala.
Tu alegría desata tu rehala
de palomas y arcángeles en celo,
y ante la nueva aurora me desvelo,
entre un batir ardiente, de ala en ala.
Quién pudiera morderte lentamente
como a una fruta amarga en la corteza.
Quién pudiera dormir en tu aspereza
como el día en la sierra del poniente.
Quién pudiera rendir la hastiada frente
contra el duro confín de tu belleza,
y arrostrar sonriendo la tristeza,
rota la paz y el paso indiferente.
Tú me abandonarás en primavera,
cuando sangre la dicha en los granados
y el secadero, de ojos asombrados,
presienta la cosecha venidera.
Creerá el olivo de la carretera
ya en su rama los frutos verdeados.
Verterá por maizales y sembrados
el milagro su alegre revolera.
San Juan de Puerto Rico
Y la luna eras tú.
Una luna creciente, blanca, fría.
Mirabas hacia el mar y hacia las cosas
que no eran yo.
Y con cuánto silencio te gritaba
-creciente, blanco, frío yo también-:
«Mírame, mírame,
ay, mírame mirarte…»
Bajo qué ramas, di, bajo qué ramas
de verde olvido y corazón morado
la roja danza muerde tus talones
y te estrechan amantes amarillos.
Desde qué repentina lontananza
giras, me nombras, saltas entre el aire,
mientras yo permanezco absorto en sueños
aún dormida creyéndote en mi alcoba.
El arma que te di pronto la usaste
para herirme a traición y sangre fría.
Hoy te reclamo el arma, otra vez mía,
y el corazón en el que la clavaste.
Si en tu poder y fuerza confiaste,
de ahora en adelante desconfía:
era mi amor el que te permitía
triunfar en la batalla en que triunfaste.
Hay tardes en que todo
huele a enebro quemado
y a tierra prometida.
Tardes en que está cerca el mar y se oye
la voz que dice: «Ven».
Pero algo nos retiene todavía
junto a los otros: el amor, el verbo
transitivo, con su pequeña garra
de lobezno o su esperanza apenas.
Es hora ya de levantar el vuelo,
corazón, dócil ave migratoria.
Se ha terminado tu presente historia,
y otra escribe sus trazos por el cielo.
No hay tiempo de sentir el desconsuelo;
sigue la vida, urgente y transitoria.
Muda la meta de tu trayectoria,
y rasga del mañana el hondo velo.
Me sorprendió el verano traicionero
lejos de ti, lejos de mí muriendo.
Junio, julio y agosto, no os entiendo.
No sé por qué reís mientras me muero.
Vengan nieve y granizo, venga enero,
vengan escarchas ya, vayan viniendo.
Troncos que fueron nidos ahora enciendo
y no consigo la calor que quiero.
No por amor, no por tristeza,
no por lo nueva soledad:
porque he olvidado ya tus ojos
hoy tengo ganas de llorar.
Se va la vida deshaciendo
y renaciendo sin cesar:
la ola del mar que nos salpica
no sabemos si viene o va.
Por saber tuyo el vaso en que bebías,
una tarde de junio lo rompiste.
Bebió la tierra el agua, limpia y triste,
y ahora tienes la sed que no tenías.
Quizá otra vez vendrán tus buenos días
y bebas sin mirar, como bebiste.
Quizá el amor es simplemente esto:
entregar una mano a otras dos manos,
olfatear una dorada nuca
y sentir que otro cuerpo nos responde en silencio.
El grito y el dolor se pierden, dejan
sólo las huellas de sus negros rebaños,
y nada más nos queda este presente eterno
de renovarse entre unos brazos
Maquina la frente tortuosos caminos
y el corazón con frecuencia se confunde,
mientras las manos, en su sencillo oficio,
torpes y humildes siempre aciertan.
Si todo acabó ya, si había sonado
la queda y su reposo indiferente,
¿qué hogueras se conjuran de repente
para encenderme el pozo del pasado?
¿Qué es esta joven sed? ¿Qué extraviado
furor de savia crece en la simiente?
Si ya no vienes, ¿ para qué te aguardo?
Y si te aguardo, di por qué no vienes,
verde y lozana zarza que mantienes
sin consumirte el fuego donde ardo.
Cuánto tardas, amor, y cuánto tardo
en rescindir los extinguidos bienes.
Tú me abandonarás en primavera,
cuando sangre la dicha en los granados
y el secadero, de ojos asombrados,
presienta la cosecha venidera.
Creerá el olivo de la carretera
ya en su rama los frutos verdeados.
Verterá por maizales y sembrados
el milagro su alegre revolera.
Cuando en octubre amor por la semilla
conspira con abril de la mirada
me subyugó una rosa equivocada:
si verde corazón, tez amarilla.
De una la noche en otra maravilla
-cera ya agraz, ya pluma alabeada-
regresó el alba, limpia y afilada,
rasgándome de pura la mejilla.
Tengo la boca amarga y no he mordido;
el alma, atroz, y la canción, tronchada.
No sé qué fuerza traigo en la mirada,
ni qué traigo en mi cuello, de vencido.
No sé ni cómo ni por qué he venido.
Tu amor, ayer tan firme, es tan ajeno,
tan ajenas tu boca y tu cintura,
que me parece poca la amargura
de que hoy mi alrededor contemplo lleno.
El mal que hiciste lo tomé por bueno;
por agasajo tu desgarradura:
ni yo abro el pecho a herida que no dura
ni con vinos de olvido me sereno.
Viene y se va, caliente de oleaje,
arrastrando su gracia por mi arena.
Viene y se va, dejándome la pena
que, por no venir solo, aquí me traje.
Viene y se va. Para tan breve viaje
talé el jazmín, segué la yerbabuena.
Voy a hacerte feliz. Sufrirás tanto
que le pondrás mi nombre a la tristeza.
Mal contrastada, en tu balanza empieza
la caricia a valer menos que el llanto.
Cuánto me vas a enriquecer y cuánto
te vas a avergonzar de tu pobreza,
cuando aprendas -a solas- qué belleza
tiene la cara amarga del encanto.
Ya nunca más diré: «Todo termina»,
sino: «Sonríe, alma, y comencemos.»
En nuevas manos pongo nuevos remos
y nuevas torres se alzan de la ruina.
Otra alegre mañana determina
el corazón del mundo y sus extremos.
Juntos, alma, tú y yo inauguraremos
este otro amor y su preciosa espina.