Caminando llego al río. Me gusta el olor. Las hierbas, los
matorrales raquíticos, ese verde medio seco que tal vez el
agua de este año hará retoñar.
Bendigo el silencio, la soledad de esta mañana de vera-
no. No es un río caudaloso este tímido Sama de aguas co-
lor marrón que sólo de cuando en cuando llegan hasta el
mar y empañan el azul transparente. Se cruza de lado a la-
do, el agua apenas a los tobillos. No canta ni susurra ni
suena. Me siento y miro. Cojo una piedra y la lanzo con
rabia. Pienso: si alcanza la otra orilla, él y yo contempla-
remos juntos este río Sama una mañana de verano. Pero
cae en el agua, cerca. No vale, digo. fue sólo un ensayo. Y
sigo ensayando, aprendiendo el tamaño de cada piedra, su
peso, la fuerza de mi brazo. Hasta que lo consigo. Vendrá
uno de estos días, ahora lo sé. Y entonces me atrevo, sin
pensar. Cojo al azar una piedra y digo en voz alta: si llega
donde debe llegar él me amará como antes; volvremos
a ser amado y amada, seré la amada en el Amado transformada.
Pero antes de que la enorme piedra termine su trayectoria,
le doy la espalda presa del pánico.