Balada de la galleta marinera de Guillermo Quiñonez Alvear

Canto que a nadie ha de interesar es éste.
Ahí reside su júbilo.
Ni al predicador inútil y solitario, ni a mí.
Ni a esa joven morena, toda sollozos, por un sueño venido,
seguramente, desde los ojos de un santo, tan santo,
Que nunca hizo un milagro.
Dos fantasmas le robaban los senos con las caricias de su amante.
Y nada de lo demás conmovió sus duros corazones:
ni la sortija china en la larga llama de su dedo,
Ni la tristeza latina de su boca.
A nadie ha de interesar: ni al bandido sin daga en el cinturón,
en el imprevisto instante en que le cortó el camino un ahorcado,
sin prisa, orinando, en su ancha soledad, desde un álamo,
por cuyas ramas bajaba el tiempo oro y cobre del otoño.
Y al intentar maldecir y volver por su puñal conoció la trágica
revelación: la voz y la palabra ya no eran en él.
¿Cuántos ojos lloraron en su cara, entonces?
Toda historia de bandidos tendrá siempre menos interés
que la de mercader inclinado sobre el mostrador hipnotizando a su víctima,
con la fuerza primaria de la víbora a su presa.
Schiller, el germano, ya sabía esto.
A nadie ha de interesar este canto: ni al avaro suicida,
al verificar en sus talegas una moneda de menos, tomada por su hija.
El invierno, ya está, ahí, como la calle al otro lado de la puerta,
vistiendo traje de bruma y gorra de frío.
Avanza, cargado como un dios mítico, con los fardos de un pasado desaparecido.
Pero su agonía se queda trasnochando para siempre en nosotros.
Ha sepultado recién al príncipe encantado del otoño, escenógrafo
de los suburbios del mundo, donde la lámpara de la tristeza jamás agotó su luz.
Y también los caminos rurales por donde van los arrieros
y vagabundos, con sus perros labrando cansancio, sed y hambre antiguos,
como el hombre desde siempre.
El invierno está ahí.
Avizora que una de las olas destroce el faro, para entrar al puerto.
Comodoro de alta mar y archipiélagos, su pericia y audacia
rechaza brújulas y cartas.
Su bitácora anota tempestades altas y naufragios profundos, nada más.
Los vendedores de tortillas y castañas calientes suben los cerros
de la edad del mar-océano.
En la niebla agoniza la luz de los faroles.
Y detrás del pregonar fragante a aguardiente, viene la lluvia.
El grillo levanta, entonces, su espiral de hielo.
El sapo, con su croar transforma el lodo en aéreo paisaje de cristal.
Sí. Ahí está invierno. Viste traje de bruma y gorra de frío.
Mi oído capta a través de los muros las toses de los ancianos,
cuyos pechos suenan a carreteras viejas o a engranajes mutilados.
Y los ojos descubren la voracidad del tiempo en los rostros de las mujeres,
ayer, solamente, admiradas.
¡Ah! pero los amores quedan dentro del corazón como el verde pasto
o el relincho muerto en el cuero de la bestia.
Y la gran luz negra en el fondo del ojo seco del cadáver.
Y el tiempo en la maquinaria rota del reloj.
Canto de abismos alucinados, precipicios y vértigos.
Semejante a esta latitud marinera de alma submarina,
tal la jibia, el coral, el hipocampo y su amazona, la sirena.
De arquitectura e ingeniería idéntica eres, Valparaíso,
a la del océano en tempestad.
Entre cerro y cerro anclan los huracanes a calafatear sus quillas
de alta sombra. Y a parchar las velas quemadas por la sal.
La oscuridad abre su párpado de aceite.
Oficia un canto funeral a otr /> La elegí entre varias traídas por mi padre al hogar.
Mi ternura, abundante, la clavó a uno de los muros de mi cuarto.
Era de rostro desventurado como las heroínas de los folletines
del siglo diecinueve, que precipitaron en sollozos y suspiros
a las abuelas fragantes a azucena e incienso.
Jamás las riberas de su origen me preocuparon, ni la lengua
en la que las mujeres arrullaron su venida al mundo.
Sabía, solamente, de su arribada en un velero,
cuya bandera ignorábamos todos.
los tripulantes marineros de yersey azules.
Bajaban a tierra cantando y fumando pipas,
el humo les entregaba la dirección de los vientos.
El mascarón de proa glosaba la pasión y el lirismo pagano
de los arrogantes armadores.
Quizá, fuera nórdica, de alma profunda como los espejos antiguos,
en cuyos interiores desaparecieron hombres, mujeres y atavíos.
Italiana, lírica, religiosa y penitente.
Francesa, gustadora de los licores color ámbar,
y, de los atardeceres perfumados de garúa.
Inglesa, rubia en libra esterlina.
Española, apasionada y sensual; rojo cirio en misa negra.
Portuguesa, soñadora y sentimental.
Pálida eras, galleta marinera, como las manos de una doncella
regresando de las tinieblas del amor.
Distante de las jarcias donde los vientos aúllan, sangran y se doman;
lejos de las tétricas sentinas, tumba de las iras
y de las maldiciones de los aparejos, espacio de terror
donde la muerte se asusta.
Destino de los capitanes posesos y de los marineros desertores
que enloquecían, mordidos por la sal y el silencio,
y devorados eran por las grandes ratas ciegas.
Sepulcro del grito, de la voz, de la alarma,
del gemido, por ningún oído captado en las noches de zozobra,
cuando las linternas de los entre – puentes
se apagaban y rompían como las alas de zancudos.
Fuera del mar, del olor a brea y yodo,
alucinada por las rutas solitarias, la pereza de los pairos,
las islas negras, verticales y sonoras,
habitadas por fantasmas golpeando campanas altas de plomo,
llamando a los lentos buzos rezagados, dentro de las escafandras,
con los ojos abiertos, llenos de sueños marítimos
de bancos de perlas y fabulosos galeones, se desgarraba sin voz.
Añorando el tráfico de playas enmohecidas
y las caletas de olas viejas, seguramente,
enfermó del mar y de sus maleficios.
Y una noche y un día, leal a su tradición,
se disolvió, en la larga humedad del muro de mi cuarto.
Día o noche en que el trueno reventaba y llenaba de terror
el vacío corazón de los seres.
La nostalgia del mar -océano y sus horizontes
le habían mordido el alma como a los perros de los veleros,
que bajaban a tierra con las tripulaciones
y se quedaban dormidos debajo de los catres de los lenocinios,
arrullados por la música febril de los somieres,
y, después, morían en los malecones, ladrándole a las velas,
cargadas de vientos, de todos los barcos.
En la épica y en las leyendas del mar
flamean las banderas de todos los piratas.
Se escucha, el estampido de todas las culebrinas.
Se coleccionan los cofres de todos los corsarios,
y la heráldica de la galleta marinera se perdió
en un silencio de agua y harina.
Lentamente, el mundo crece y se hace redondo
como una naranja adentro del invierno.
En las travesías, los vigías envejecían en las cofas,
sin lograr dejar en las cubiertas el grito augural
¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!
En ese minuto.
En esa hora, hubo un millón de siglos en un día.
En ese instante, están todos los cojones de España
encima de las olas o en el fondo de los mares,
amortajados en la canción de cuna gris -azul.
DON CRISTÓBAL COLON,
liendres y piojos en su larga cabellera de almirante
en los océanos y de las tierras, comenta a su corazón
la órbita universal de su soledad.
Los navegantes que regresan le han jugado a la brisca,
a los dados, vida y destino de la muerte.
Vuelven mascando tabaco. Y con presentes de monos,
doctos en gestos obscenos y loros letrados en sucias palabras.
Los reyes desairan a los embajadores.
Antes, se hacen mostrar un indio todo cobre
como la Cordillera de los Andes.
Y consultan a los teólogos si es pecado mortal
comer papas indígenas con costillas de cerdo,
y vinos cristianos.
Los gentiles caballeros demuestran a su dama su valor y osadía
acariciándoles la concha a la gran tortuga de las islas Galápagos.
De la carcajada. Europa se sumerge, hunde en el espanto
y la meditación.
En esa hora.
En ese tiempo, entra a la cámara de los capitanes
y a los putrefactos bodegones de las tripulaciones, la mujer.
La mujer de goma.
Elástica, flexible, serpiente, cazando insectos en el seco aire del verano.
Cintura delgada de madrigal.
Caderas largas de ola.
En los ojos la selva y el pasado del mundo.
Mujer de los equinoccios y de las auroras boreales.
Por ella, las quillas se internaban en los golfos.
Atraviesan, cabos, cruzan estrechos alcanzan islas.
Por ella, la Cruz del Sur. Y los cuatro pétalos de la Rosa de los Vientos.
Por ella, las islas de azúcar, canela y vainilla.
Los países de almizcle y esmeraldas.
Las tierras de oro: América, Cipango, Catay.
STELLA MARIS.
Mi corazón se ha abierto como una mano planetaria.
en afán de pintar todo el firmamento, para proyectarse
desde las estrofas de mi canto, al otro lado de la leyenda.
GALLETA MARINERA.
Tu recuerdo se había hundido con las últimas fragatas,
bergantines y veleros, de distintos deshechos y brújulas equívocas.
¡Bergantines! ¡Galeones! ¡Veleros! ¡Arboladuras!
¡Epifanías del espacio!
En el fondo de los océanos vuestra belleza, singular y mágica
como las olas urgentes de la luz, ignorada fue
por el alma de los hombres aptos sólo
para amar sus rostros pintados de vanidad.
En las cuadernas, los moluscos mudos y ciegos se reproducen alegremente
y se nutren de seculares maderas: roble, pino, teca.
Canto a lo desaparecido, a lo olvidado, es. ¡Oh tristeza!
Canto que a nadie ha de interesar es éste.
Ahí reside su júbilo.