Poder amanecer.
Miro los ojos que entrecierra el gato,
lentos, celeste antiguo; gato egipcio
que se fue al más allá junto a su dueño
y se pasea por los contenedores
con la perplejidad y la cautela
de saberse en un mundo sin pirámides.
La paz viene de lejos; pienso en ella
cuando suena la luz de la mañana
que confía en sí misma y en nosotros.
En la arena, palomas, barrenderos
y alguien que busca objetos de metal.
Ninguno opera sobre la mañana:
migas de ayer encuentran las palomas,
los barrenderos barren ese ayer,
el detector, como un perro magnético,
rastrea el casual brillo de la víspera.
Vivir no tiene un brillo de pulsera,
pero es también casual y se abandona.
¿Quién encuentra la vida que gastamos?
Volverá bajo forma indetectable.
Yo he bajado a mirar si estaba el día.
Si el aire aleteaba tras la muerte,
cambiante en un abrirse de postigos.
Si reclama otra luz refugio en ésta.
He bajado a mirar si el mar estaba,
si sortea la espuma su pavor
de vuelta de las islas abolidas.
Y susurra memoria de naufragio,
pero a los pies expande su insistencia.
Ve el derrumbe y se calla la mañana.
La mañana se torna ascuas de nieve.
Sólo entrega esta mano arena al aire,
pero es un trozo de aire hacia más aire
que gira por la cáscara del mundo
y sopla en las heridas que no acaban:
la muerte que habitó ventanas vivas
a las que ir en charla de ascensor.
Si pienso cómo el vértigo se arroja
y cae sin final, el día frena.
El desamor nos ata y los recuerdos
se duermen en el sueño de las cajas.