Te señalo en el mediodía de la angustia,
entre árboles y espinas y cigarras,
entre lenguas de fuego bajo el sol,
ahí donde un caballo anda por nuestra tristeza,
y cae, y muere, con los ojos abiertos hacia el cielo.
Te señalo en la soledad de danzas ilusorias,
de corrientes perdidas, de sutiles serpientes,
cuando la hora tritura sus cristales y espejos,
y las aves huyen del gran pozo de fuego,
donde estalla la fruta, la espiga, la corteza,
donde la calavera brilla sonoramente
en su amarilla frente
que lamen aguas tibias,
que llaman voces roncas,
ecos de las cavernas.
Y todo cae en el silencio de la tierra,
de la tierra roja con grandes hormigas rojas,
que lentamente avanzan por sus claras ciudades,
con su pesada carga de circulares hojas.
Y todo es un temblor de láminas livianas,
de mercurio caliente,
y la curva de las colinas se hace adusta,
grave, resplandeciente,
bajo el vuelo circular de los gavilanes,
lentos, casi inmóviles en la atmósfera caliente,
como sostenidos por el viento de los siglos.
Te señalo en la hora del canto de la paloma torcaz,
escondida en la extensión reverberante,
cuando el toro muge en medio de nuestra lejana melancolía,
cuando nos interrogamos: «¿quién me responde ahora?»,
cuando en la vivienda de barro y palmas
la gente calla cabizbaja en el humo del tabaco,
en el sopor de su oscura pobreza
entre tinajas, cenizas y cucharas de palo.
Cuando junto a nosotros el río arrastra vegetales sombríos,
como residuos de nuestros sueños luctuosos,
en que negras barcas atraviesan luces, ondas, gritos.
Te señalo sobre la tierra, en medio de tu propia voluntad.
La hoja aceitosa y morada del tártago,
la flor amarilla y espesa del guanábano,
la fruta velluda del guamo,
la araña cobriza y lenta,
el insecto de plata y de veneno,
están aquí en tu silencio,
en tu silencio profundo como el día,
donde posan los valles
como en la reminiscencia de una leyenda.
Está aquí lo que tú querías allá entre los pastores,
cuando los deshielos daban música y espuma a los riachuelos,
y florecían las violetas y maduraban las fresas en torno tuyo,
alrededor de tu aldea con muros medioevales
y vuelo de palomas en las tardes.
Está aquí el fuego lamiendo la tierra,
el agua lamiendo las raíces,
los animales lamiendo a los animales.
Y tú estabas aquí con el sudor de tu frente,
el solitario, el vestido de paño de hilo,
el erguido en medio de la comarca de las tempestades,
el que iba gritando hacia adentro,
buscándose las manos y la frente en su existencia,
buscando el sitio donde poder decir:
«Aquí yo vivo, aquí yo soy el hombre».
Sí, tú ibas, paso a paso, con tus pies pesados,
tus pies que hacían correr los animales,
volar las aves hacia celestes puentes crepusculares.
Tú eras el que contestaba sin que nadie te llamara.
¿Quién te llamaba? ¿Acaso ibas entre fantasmas?
¿O estaba tu memoria poblada de fantasmas?
¿O huías de algo tuyo, de algo que dentro de ti aborrecías?
Insectos peludos se acercaban a tus piernas,
víboras, escorpiones, gusanos como pájaros
recién salidos del huevo,
animales con llanto, dientes con fuego.
Pero eras el que marchaba, el resistente,
mudo en la nostalgia de susurrantes olivares,
de serenas colinas con manzanos que iban hasta el atardecer,
hasta los últimos céspedes, donde una luz angélica se fuga,
moviendo brillos del paraíso en las frondas lejanas del alma.
Estabas aquí en medio del vaho caliente
que asciende de las hirvientes aguas estancadas,
del espeso limo verde con ranas
y redondas flores lilas entreabiertas,
de la fruta y de la hoja que se pudren
con huevos de insectos y reptiles.
En medio del vaho que asciende entre los juncos,
entre las lianas y las amarillas frutas de la fiebre.
En medio del vaho que humedece nuestras espaldas
nuestros hombros y nuestra frente.
En medio del vaho que aguarda la noche
para mover sus visitantes azules,
entre los ojos del leopardo y del búho.
Tú estabas aquí, solo, devorado, mudo,
con tu garrafa de aguardiente para la noche,
con tu perro y tus estrellas de otro mundo.
Padre mío, padre de mi sangre.
Y de mi poesía.