Canto XX La resurrección de Giacomo Leopardi

Yo imaginé que, íntegro,
en mis años floridos
el dulce afán faltaba
de la primera edad ;
el afán, el ternísimo
latir del hondo pecho,
todo lo que en el mundo
hace grato el vivir.

¡Cuántas quejas y lágrimas
vertí en el nuevo estado,
cuando en mi pecho frío
hasta el dolor faltó!
Faltó el latido sólito,
faltó el amor incluso,
y endurecido el pecho
cesó de suspirar.

Y lamenté lo exánime,
desnudo de mi vida,
la tierra desolada
que el hielo recubrió ;
yermo el día; la tácita
noche oscura más sola ;
la luna y las estrellas
se ocultan para mí.

Causa de aquellas lágrimas
era el afecto antiguo:
aun en lo hondo del pecho
vivía el corazón.
Pedía sus imágenes
la fantasía exhausta,
y la tristeza mía
era dolor aún.

A poco hasta aquel último
dolor también moría,
y ya de lamentarme
fuí del todo incapaz.
Postrado, loco, atónito,
no demandé consuelo;
el corazón, perdido,
muerto, se abandonó.

¡Qué fuí! ¡Qué cambiadísimo
está aquél que de ardores,
de errores tan dichosos
su alma alimentó!
La golondrina rápida
de mi ventana en torno
cantando al nuevo día,
no me causó placer,

ni en el otoño pálido
en solitaria aldea
la vespertina esquila,
el fugitivo sol.
Brillar en vano el véspero
vi por mudos caminos;
en vano el triste canto
del ruiseñor oí.

Esos ojos dulcísimos,
furtivos y errabundos,
de amadores gentiles
dulce amor inmortal,
y esa mano que, cándida,
se abandona en mi mano,
disipar no pudieron
mi penoso sopor.

De todo goce huérfano,
triste, mas no aturdido,
y plácido mi estado,
serena era mi faz.
Hubiera ansiado el término
de la existencia mía,
mas muerto era el deseo
del laso corazón.

Como en la edad decrépita
que avanza vil, desnuda,
el abril conducía
de mis años así ;
pasaron ya los plácidos
días, corazón mío,
que, breves y fugaces,
el cielo me otorgó.

¿Quién de la grave, incólume
paz me despierta ahora?
¿ Qué virtud nueva es ésta,
ésta que siento en mí?
Movimientos, imágenes,
latidos, dulces yerros,
¿para ellos cerrado
mi corazón está?

¿Sois acaso la única
luz de la vida mía,
los afectos perdidos
en la edad juvenil?
Si el cielo, o verdes márgenes,
dondequiera que mire,
todo, dolor me inspira,
todo, placer me da.

Bosques, playas, montículos
conmigo a vivir tornan;
con el mar y la fuente
habla mi corazón.
¿Qué me torna las lágrimas
después de tanto olvido?
¿Cómo el mundo aparece
cambiado a mi mirar?

¿Es la esperanza, oh mísero
corazón, que sonríe?
¡Ay, de esperanza el rostro
nunca volveré a ver!
Los engaños dulcísimos
me dió naturaleza.
Adormeció mis ansias
la ingénita virtud.

No pudieron vencérmela
ni el hado ni las cuitas,
ni con su vista impura
la infausta realidad.
Con sus dulces imágenes
ella no está de acuerdo;
que la natura es sorda,
no tiene compasión.

Que no es del bien solícita,
mas sólo de la vida;
sólo el dolor le importa
e ignora lo demás.
Sé que no encuentra el mísero
piedad entre los hombres,
y que, huyendo, se burla
todo mortal de él.

Ignora la vil época
la virtud y el ingenio;
que falta al digno estudio
la inútil gloria aún.
Vosotros, ojos trémulos,
tú, rayo sobrehumano,
lucís inútilmente,
no brilláis con amor.

Ningún ignoto e íntimo
amor brilla en vosotros;
no guarda una centella
el blanco pecho en sí.
De otros los ternísimos
cuidados pone en juego,
y de un fuego celeste
desprecio es la merced.

En mí ya siento vívido
el conocido engaño;
de sus propios latidos
se asombra el corazón.
De ti sólo esta última
energía procede;
viene cualquier consuelo
solamente de ti.

Siento que falta al ánima
alta, gentil y pura,
la natura, la suerte,
el mundo y la beldad.
Mas si tú vives, mísero,
si no cedes al hado,
no llames inclemente
a aquel que te creó.

Versión de Diego Navarro