Dónde vas? ¿Quién te llama
lejos de los que quieres,
bellísima doncella?
¿Sola, peregrinando, el patrio techo
abandonas tan pronto? ¿A estos umbrales
regresarás? ¿Alegrarás un día
a estos que hoy te están llorando en torno?
Secos los ojos, de animoso porte,
afligida te encuentras, sin embargo.
Si grato o no el camino, si el retiro
adonde vas es triste
o alegre, por tu aspecto
grave, mal se adivina. ¡Ay! No podría
asegurar, ni acaso lo comprende
el mundo aún, si en disfavor del cielo
estás, o ser llamada
afortunada o mísera tú debes.
Muerte te llama, al comenzar del día
su último instante. Al nido que abandonas
no volverás. La vista
de tu familia dejas
por siempre. Está ése sitio
al que vas, bajo tierra;
allí residirás eternamente.
Feliz eres tal vez; mas quien contempla
tu destino, pensando en sí, suspira.
Mejor era, imagino,
no ver la luz. Pero nacida cuando
regiamente se extiende la belleza
por los miembros y el rostro,
y empieza todo el mundo
a inclinarse ante ella desde lejos;
al abrirse la flor de la esperanza,
y mucho antes que en la alegre frente
la lúgubre verdad relampaguee,
como el vapor que se condensa en nube
bajo formas fugaces a lo lejos
disipándose apenas ha nacido,
y cambiar el futuro
por el silencio oscuro de la tumba,
esto, si al intelecto
feliz parece, invade
de compasión el pecho al más constante.
Madre dura y llorada
desde el nacer de la familia humana,
natura, pavorosa maravilla,
que por matar engendras y amamantas,
si es un daño la muerte
prematura, di, ¿ cómo la permites
en estos inocentes?
Si es un bien, ¿por qué aciaga
sobre todos los males
al que parte y al que con vida queda
haces inconsolable la partida?
Mísera dondequiera
que mire, que se vuelva o que se acoja
esta sensible prole!
Quisiste que engañosa
fuese aún de la vida
la joven esperanza; de ansias llena
la onda del tiempo; al mal único amparo
la muerte, y este signo ineludible,
esta ley inmutable
Pusiste al curso humano. ¡Ay! ¿Por qué al menos.
tras los arduos caminos, no nos diste
una meta gozosa? Pero ella
que por suerte futura
siempre al vivir llevamos ante el alma;
ella, a quien nuestros daños
tan sólo la consuelan,
vela con paños negros,
ciñe de triste sombra,
y, espantoso a la vista,
más temible que el mar parece el puerto.
Si desventura es este
morir que tú destinas
a aquellos que, inocentes y sin culpa,
sin quererlo, abandonas a la vida,
la suerte del que muere es preferible
a la de aquel que siente
morir a los que ama. Que si es cierto,
como creo seguro,
que desdicha es la vida
y una gracia el morir, ¿quién, pues, podría
desear que a los suyos
el instante postrero les llegara,
y quedar al fin solo
y fuera de sí mismo,
y ver desde el umbral cómo se aleja
la persona querida
junto a quien ha pasado tantos años,
y decirle el adiós sin esperanza
de encontrarla de nuevo
por la senda del mundo,
y luego, solitario, abandonado,
mirando en torno los usuales sitios,
recordar la perdida compañía?
¿Cómo, ¡ay! , cómo, natura, no te importa
arrancar de los brazos
del amigo al amigo,
del hermano al hermano,
de los hijos al padre,
de la amante a la amada, y, muerto uno,
al otro conservar? ¿Cómo pudiste
hacernos necesario
el dolor de que, amando, sobreviva
al mortal el mortal? Pero natura
Jamás en sus acciones
de nuestro mal o nuestro bien se cuida.
Versión de Diego Navarro