Cartulina de Ljubljana de Luisa Futoransky

Ljubljana tiene un río. Más bien modesto si lo comparo con las desembocaduras del Yangtsé o el Río de la Plata pero para río que no es de desierto y se seca todo el año menos tres días en que arrasa todo porque la arena le resbala por el lomo, está normal. Es río para coronarlo de puentes breves y atravesarlos con paso de cruzar canal veneciano por pasarelas románticas y otoñales.
Río poco navegable, me parece.
Me gustan las ciudades con nombres, dinero, consonantes y sonrisas incomprensibles.
Desayuno con achicoria.
Las cañerías del hotel huelen raro, como mi vecino del avión. De golpe me recuerda la ropa interior de algún amante. Ese olor entre húmedo y podrido que sobrecoge a la lana una noche, como si la hubiera portado a cuestas un siglo un fantasma y no se va nunca de la piel, jamás.
Parece, parece Praga, por el amarillo, el rosa desvahidos de crema pastelera de la plaza y los castillos, pero sé que no estoy en Praga. Chaparritos, los bolivianos en las ciudades del norte tocan el cuatro, el charango, la quena. De preferencia los fines de semana y cerca de los grandes almacenes. ¿Cómo llegaron con sus cuecas, sus agudeces, la quemazón de sus caras de otros vientos y sus ponchos al centro de Ljubljana? ¿Cuando el invierno arrecia dónde emigran? ¿Hacen nido con las cigueñas en los campanarios del sur?
En la gran plaza del mercado muchos puestos venden velas. Cirios de colores en plástico rojo, en vidrio blanco con cristos con corona de espinas y sangrando. De todos los tamaños. Vírgenes menos.
Pimientos grandes y brillantes, bordeaux, bermellón, verde delicado en guirnaldas, como oriflamas, como joyas. Bananas ensartadas.
Algunos repiten que las probaron recién después de la guerra, para mí los sabores nuevos fueron kiwis, paltas, endivias y chirimoyas.
Ljubljana la de cera, miel y hierbas.
Cerca está Celje, quién sabe el castillo de la Bathory, digo quién sabe porque las pronunciaciones y los mapas me intranquilizan.
No toda ruina sombría cobijó serial killers. Te concedo el beneficio de la duda, Celje.
En un kiosko un racimo de hombres come arenques a las nueve de la mañana, en otro lugar también del norte vi que se las deslizaban de la mano al garguero, como las focas en el zoo, me parece que era un sábado en la calle mayor de Estocolmo o de Rotterdam. Pero la gente no hace gracias.
No me acuerdo qué soñé ni deseé en Ljubljana. Pero no estoy muy segura.
En realidad no estoy segura de nada, salvo de respirar. A veces.