Los que abonan con su óxido
los rojos incendiados de octubre
también fueron felices
contemplando el otoño en este
cementerio de New England,
cercano al mar y en fuego.
Al gozar de esta luz de vidriera,
clausurada de niebla, se sublevó
el azogue de sus hermosos cuerpos
y se encendió el deseo entre sus ramas
que se abrieron de pájaros y hojas.
(Dulce como este sol era su amor.)
Ahora permanecen debajo de la piedra,
que el rayo del olvido partió por la mitad,
conquistando de polvo a los castaños,
secando con la sangre de su noche
al robledal. Barro ciego en sus ojos.
Mientras que acorralados por la lluvia,
el temblor de tu agua por mi cuerpo,
me haces la propuesta que yo espero,
siento cómo la tarde traduce su vidriera
y recibo señales de óxido y de fuego
en el seco azulejo y me pregunto:
¿Cómo guardar la clave de tus ojos
en la piedra caliza de mi historia?
¿cómo crear un código ignorado
para el vocabulario de la nada?
¿cómo herir a la muerte ilimitada
si ha de robar tu nombre y mis preguntas?