Estruendo de humo y trenes.
Edificios que giran en su exacto equilibrio.
Pequeño sol agónico, apenas un recuerdo.
Máquinas que danzan
a una velocidad domesticada por la mano.
Trópico que la altura y la ciudad amancebaron.
Y jardines,
jaulas donde encerramos nísperos,
dalias o nogales:
extranjeros en la ciudad de cemento.
Y árboles,
como bestias amarradas a su pesebre.
Y el toro,
que fue herido por la purísima mano del maestro,
hace la última rumia de su sangre y se desploma.
Y es también imposible, inexplicable casi,
el olor de las fresas
junto a los tanques de la gasolina.
Y también, en el centro de esta perfecta arquitectura,
canta un pájaro:
un fenómeno extraño que agujerea los ruidos.
Los edificios silencian de súbito
su estructura de relámpagos aéreos.
Y el canto del cenzontle
prosigue asesinando
el ruido natural de la ciudad
e introduce un olor que el tacto paladea,
un color que viene de la infancia
y que el oído toca,
triturado alcatraz,
geometría rigurosa:
edificio de vidrios y sonido
que en el humeante asfalto se nos queda.