Confines peligrosos de Hjalmar Flax

Un hombre ‘no tan viejo’ está consciente
de arrugas insidiosas, de pellejos,
de cabello reseco y algo escaso
(siente el rayo de sol, la gota de agua)
de múltiples dolamas (todas leves):
encías desgastadas, visión pobre,
la rodilla derecha y las lumbares
receptivas al frío y la llovizna,
la presión arterial algo elevada,
la digestión más lenta y la pequeña
hemorriode que apenas le molesta.
En resumidas cuentas, nada serio
porque va a ser un año y cuatro meses
que está perfectamente de la próstata.
Recatado, elegante, no se jacta
de su buena figura, de su porte,
de su éxito amatorio (las mujeres
lo descubrieron tarde). Todavía
tranquilo observa, casi sin envidia,
la belleza, el vigor, el entusiasmo
de algunos agraciados veinteañeros.
No menciona en consuelo de sus títulos,
ni sus logros sociales y económicos,
ni que añora los hijos que no tuvo.
Conversa bien, alude a su experiencia,
a lo aprendido, no tan sólo en libros,
(ha leído bastante) sino a aquello
que le enseñó ‘la escuela de la vida’,
‘los golpes’ y ‘la calle’. Así nos dice
con cinismo templado y se sonríe.
Considera que el precio de vivir
bien vale hacerse viejo y, en secreto,
pretende que ha de ser un viejo sabio
rodeado de amigos y de amigas
y de mujeres bellas que lo adoren.
Con las cejas alzadas, la voz grave,
repite: ‘Sólo sé que no sé nada.’
Pero en el fondo cree que sabe algo.
Por eso permanece tan sereno,
y su mirada busca el infinito
al otro lado de la calle: un rótulo
que diga ‘No Estacione’, un árbol seco,
una alero sombrío, cosas tristes
donde apoyar su noble sentimiento.
Ese hombre no comprende al viejo Sócrates,
bebedor de cicuta, prisionero
de sus propios confines peligrosos.
Sentado entre nosotros tal parece
que viaja en tren, vagón primera clase,
asiento de ventana, con destino
a un sitio encantador, quizá a Estocolmo.
¿Conoces a ese hombre?, condenado
(más temprano que tarde) a darse cuenta
(porque en verdad la vida es como un tren:
empieza lenta pero pasa rápida),
a caer de repente en cuenta exacta
de que está viejo y nada sustituye
la juventud perdida para siempre.
Ya sabemos, por Goethe, que ha de dar
riquezas, logros, títulos, honores,
sabiduría toda, y hasta el alma
por tener otra vez veintiocho años
y en esa fuente llena de ignorancia
embriagarse de amor y de esperanza.
Si lo conoces, dime (quiero el dato
para acabar su breve biografía),
¿qué hará?, si Mefistófeles, ingrato,
no aparece ni en sueños a decirle:

‘Amigo infausto, te propongo un trato.’