Los perros son esfinges
de cemento opaco,
figuras congeladas
por el silencio raso.
Todo calla en el barrio
milagrosamente
como un hechizo exprés
decreto del azar.
Porque como nunca
la quietud es tan oblonga
a punto de abarcar
cosas y seres vivos:
entes presurizados
con la mano del hombre,
ramas agitadas
por el viento del mes.
La cuestión es que no fluyen
ruidos al bulevar
de modo que uno escuche
la brega de los desvelados.
Cada quien se aboca
al abismo de su página,
a las tabillas radiantes
que es todo libro abierto.
No hay toque de queda
más explícito o puntual
que acodarse en la mesa
a leer tamaño espejo.
Calla la voz, y los susurros
se inclinan hacia adentro
como las confidencias
de una oración nocturna.