De «Del amor imperfecto» de Elsa López

Cuando tu lengua escarba mi cuerpo lacerado
que fue tan sólo tuyo durante un tiempo espeso,
inmortal y perfecto.

Entonces tú terminas y yo comienzo a amarte.

Cuando he rugido cóncava debajo de tus piernas,
y has dejado un reguero de sal y hierbabuena
sobre mi piel reseca.

Entonces tú terminas y yo comienzo a amarte.

Cuando la luz se apaga y tu cuerpo se queda
tendido y olvidado entre blandas semillas.

Entonces tú terminas y yo comienzo a amarte.

1987

* * *

He dispuesto en mi rostro surcos inconfundibles.
Me he puesto el delantal de luto
y me he dejado ir al borde de la acera.

(Hay un banco vacío en el que me he sentado
para morir un poco y de una muerte rara.)

Pienso en cómo te quise.
Yo no voy a aclararte de dónde me ha nacido
este dolor que crece a golpe de tristeza.
Pasa gente.
Hace ya mucho tiempo que no te explico nada
porque hace mucho tiempo que perdí la esperanza
de envejecer contigo.
Es domingo.

(El perro es otro espacio.
Una muerte distinta en medio de la calle.)

* * *

No pronuncio tu nombre por miedo a ver la herida
y el golpe de la sangre.
No digo las palabras que debiera decirte.
Te miro.
Te contemplo.
Te observo.
Ojeo las esquelas y el tiempo de las nubes.
Luego digo algo inútil,
mágico,
irreparable.
Digo cosas curiosas como decir:
qué tal, hace calor, te quiero,
anoche he deseado tu cuerpo nuevamente.
Pero nada se oye dentro de las paredes.

Tú me miras inquieto,
decidido,
cobarde.
(Mi corazón empieza a deslizarse
por la suave pendiente de tu pelo.)

* * *

Recuerda que la lluvia cayó porque yo quise
y porque tú quisiste me miraste al espejo
y me encontraste hermosa de verde y gabardina.
Recuerda que lloraste cogido de mi mano
y yo llené de besos tu infancia despoblada.
Recuerda que la noche llegó porque yo quise.
Y te miré a los ojos,
y te besé las manos,
y preparé tu ropa y el plato de naranjas.
Pero tuviste miedo.
Un miedo huraño y torvo.
Un miedo con relojes.
Recuerda que fue cierto.

* * *

Recuerdo el amor que me nacía al tiempo de la lluvia.
Recuerdo los baúles y las colchas de hilo,
las flores de lavanda volando por espacios abiertos y felices,
aquella despiadada multitud de grillos debajo de las lápidas,
y tus besos, pan y aceite, detrás de los postigos.

Recuerdo aquellos días cuando tú me besabas
tras las torres caídas del castillo y las olas.
Y recuerdo las noches naufragando tu cuerpo
en aquella penumbra universal del hambre.

Yo entonces era otra.
Pero no he renunciado ni al amor ni a la herida.

* * *

Sabía que vendrías.
Que tu barca de acero encallaría en el fondo
entre las plataneras.
Que subirías la cuesta hilada de mocanes
por aquel caminito en forma de culebra.
Que primero llegaría tu cabeza,
luego el cuello,
los hombros,
tu espalda contra el risco y los dragos del lomo,
el beso adormecido.
Te quiero, me dirías.

* * *

Ya nunca volveremos al viejo paraíso donde nace la lluvia,
donde huelen a alfalfa cortinas y manteles.

Ya nunca volveremos a medir la distancia
que queda entre las ramas del drago florecido.
Ni a remover la tierra,
ni a regar los maizales,
ni a pintar las ventanas,
ni a recoger el agua en cubos transparentes.

Ya nunca vendrá el frío
a llenarnos el pozo de zarzamora verde.
Ni volverá tu boca a dejar en la mía el sabor de la almendra.