Dieciséis (16)

eran los tiempos de la modernidad, cuando había cuadros que se llamaban ‘Composición No. 5’ o ‘Serie del pez’, era el estructuralismo, el teatro del absurdo, la guerrilla urbana; se discutía, por la noche, acerca del papel del intelectual, una brisa frenética, animada por la música (disonante) y el sexo (insinuado) depositaba briznas de significado, me acuerdo de la fiebre del libro, del poder del intelecto, de la fuerza de la ilusión, tiempos de terapia y susurros en verano; por ejemplo, la expresión ‘a nivel piel’.

era la duda; eran poemas con paréntesis y blancos, condensaciones instantáneas; los móviles, las películas de Richard Lester, la vanguardia (agresiva, oscura) de algunos discos de los Rolling Stones. me acuerdo de la palabra movimiento, de la palabra elipsis, de la palabra puzzle: el sonido urbano, enrarecido, justificaba la locura por enterarse, las tazas de café volaban sobre fondos cambiantes, todas las cosas eran indicios o metáforas, sitios en que la experimentación y el vocabulario técnico descendía y aparecía lo íntimo: Brassens y Cortázar. Entonces nos preguntábamos: ¿dónde estamos? o ¿dónde estábamos?

cuando la locura era poética, cosa de visionarios, la atmósfera de descuido general cristalizaba, como un luminoso, en imágenes precisas: Resnais, Bergman, Antonioni. me acuerdo de Blow-up y las fotografías aumentadas, esa sensación (ingenua, lúcida) de descubrir detalles, etapas del conocimiento, como embriagados.

eran atardeceres en movimiento, abstractos: los ejercicios respiratorios de Bob Dylan y la frase del Che: ‘signo de los tiempos: se acabó la tina’. McLuhan y la simultaneidad: las motocicletas de Easy Rider y la música de The Stoppenwolf nadie hablaba del marketing, ni de la vida después de la muerte, la realidad no era todo, en el teatro, los actores salían por detrás del público.

se palpaba una emoción general, un sentimiento: la gente era socialista, hacía comentarios sociales, era un fervor en el límite de lo decible y cantábamos, andábamos por la calle, un mareo colectivo: como cuando uno mira permanentemente hacia arriba, y piensa los datos del mundo con otra luz.

todo apuntaba a un cierto futuro, a una posibilidad, con ‘todo’ Quiero decir el sentido de los actos, había una noción de ‘crescendo’
y una noción de ‘además’, por ejemplo, las películas de Godard vs. las películas de Lelouch.

siento algo en el pecho cuando recuerdo las novelas de ‘lenguaje’ el piano preparado de John Cage y los Antipoemas de Parra, vistos desde acá. La conversación tomaba una curva ascendente sobre fondo de psicoanálisis, de marxismo o de una nada, sólida, primaveral: era el silencio, era el volumen del silencio, aquel aire preparaba: la gente tarareaba canciones de Los Beatles, de Viglictü, de Nacha Guevara, nadie festejaba a Raphael, ni a Lolita Torres, ni al realismo.

la furia imaginativa convertía el tiempo en un cultivo, una elaboración, una serie de asombros en voz baja: como un parpadeo de lucidez reforzado por el crecimiento del pelo.

signos de interrogación en poemas de Gelman: ‘¿era rubia la pulpera de Santa Lucía?’ y respuestas: ‘y allá andará según se dice’: todo era visual. Uno avanza a toda velocidad, hacia un punto que se aleja, un perfume definido de titularse o posters. así las largas caminatas sobre el concepto de alienación, el concepto de conciencia, el concepto de autoridad; la vida, una serie luminosa de verosimilitudes, una escena recortada del campo general, un campo a través se deslizaba el sentido. por ejemplo, el ritmo sostenido, integrado, colmado, perfecto, de las canciones de Caetano Veloso.

uno se sentía orgulloso; uno era uno; uno salió de ahí, de ese punto en que la modernidad se sostiene y sigue, inspirada, como cuando uno mira y al mismo tiempo piensa y se precipita contra el borde de la página, y esa escena reproduce el futuro, una línea de puntos (crítica, juvenil) que se movía

me acuerdo de la palabra lucha.