En el Uruguay, en el Uruguay, la literatura es igual al Uruguay.
Permanece, perenne, establece: rostros aparentemente animados, en el
tardecer, repasan: ya no hay aquel humus, aquéllas eran clases. Sin
embargo, cientos de teclas repiten al unísono la ‘u’ de la literatura, que
al prolongarse es índice de una profundidad que defenderemos hasta
el fin. Sin embargo, es la profundidad, y su índice, levantado displi-
centemente de la mesa, señala su lugar. Es la voz literaria uruguaya, su
actividad, el ir y venir de un punto a otro del espectro; o bien el deseo
de belleza, que las sílabas de la palabra literatura proyectan hacia un
más allá incierto. Mientras tanto, el saber literario descansa en sí, per-
dida la contemplación en el último horizonte, como un condenado a
muerte por ahogo que se resiste y sigue, apoyando los pies en dos
piedritas, aguantando la respiración, recordando un verso: es el tema del
significado. ¿Es obligación ser literato? ¿Como si se cumpliera con un
deber sagrado (‘años en esto’)? La expresión letras uruguayas, escritas
con sangre, documentan el paso del tiempo con la humildad; nada ha
pasado, y sin embargo queda en el aire una impresión de tumulto, de
sacos oscuros, de páginas recorridas sin esfuerzo que la voz literaria lee,
humedeciendo el dedo, apenas enturbiados los ojos mientras se fijan en
la convergencia, en la actualidad, en lo tocante de esa imagen. Nadie
se sorprende: el mundo está ahí; el Uruguay, esta banda, piensa en él:
generaciones de hombres y mujeres de letras pasean su misterio, sus
oscuras pasiones, entre las nieblas de un entendimiento que posterga
su objeto: ¿es el Siglo de Oro? ¿es la novela del boom? ¿es el tema del
amor en la lírica medieval? Algo gira, por encima de la bibliografía con-
sultada, por encima de la mano apoyada en el mentón en actitud de
escucha interesada. Las letras uruguayas, en un amplio movimiento,
dejan gotitas de sangre en el pasillo de la urgencia, ahora convertidas
en infinitas huellas digitales; es decir que la conciencia inmediata del
lugar y la hora emerge en forma de cita. El lugar, ese lugar en que todos
los hombres y mujeres de letras se encuentran, es por definición el de
la mezcla de aguas, un borroneo rítmico de cabezas que aparecen y
dicen, cantando: aquí estoy yo. Los ojos se encienden en el dominio
de la palabra: todos los supuestos en fila, de pie, con el libro del pro-
fesor, de caravanas, de boina, poncho, saco cruzado; la duda se eleva
en el aire en forma de canto silencioso, bien pensante, uruguayo: ¿río
de los pájaros? En el pasillo de la urgencia, la banda elástica se pegotea
incierta sobre la herida: en el Uruguay, las letras uruguayas, letras,
aparecen periódicamente, goteando sangre, como los títulos de una
película de horror italiana. En el Uruguay, nada sigue: todo continúa. De
un libro al otro, de un capítulo al otro (no puedo vivir sin libros)
la mirada alternativamente sube y baja, apoyada en la licencia poética, en
busca constante de una musculatura o perfume o vuelo: espejamiento
del espíritu que sólo el uruguayo, literato, reconoce. Capítulo oriental
donde dice que todos somos poetas, y se refiere la aventura sensible,
un pasado de patio con macetas o llanuras arboladas, un interior de
largas hileras de volúmenes. Paralelamente, un cansancio, un sudor, un
sentido iluminado rítmicamente por nombres (Dante, Hemingway, García
Lorca, Paco Espinóla, Hauser, Ángel Rama) en las que el lector (avisado)
ve su lengua, sabe. En realidad, la sangre de la efusión lírica, la que parece entre los pliegues del ceño o las arruguitas de la sonrisa
connotativa, despliega su realidad: la del monstruo: la hemorragia des
borda de la herida, cientos de heridas que recorren el cuerpo del hombre y
la mujer de letras uruguayas mientras atraviesa, por la noche, la ruta
de su perdición. Las palabras se sacuden, letánicas, como traducciones
de lo nocturno que pretenden calmar la avidez de sangre (no puedo vivir
sin libros) inútilmente. Ser de letras, ser de arte, es elevar la voz a un
cielo de significados: poetas, críticos, narradores, profesores, acechan
un proceso; una clave; un panorama; un enfoque; una lectura. Todos
somos literatos, celebramos el adjetivo discreto en la presentación de
un personaje; nos sentimos en el límite entre la inspiración y la bobería,
balbuceando. Pero la sangre, en la verdadera soledad uruguaya, mana:
es la sangre de La gallina degollada? ¿De El combate de la tapera?
¿De La loca del Bequeló? ¿De Barranca abajo? ¿De Nos servían como
de muro? ¿De Los adiases? ¿De Los cálices vacíos? ¿De Mirando jugar
a un niño? ¿De Ratos de padre? ¿De Pobre mundo? ¿De Tabaré? Texto,
texto, hablemos de texto, una tradición de textos suspendidos y que, sin
embargo, caen: como paracaidistas que se sueltan, en absoluta ignorancia
del peso de sus cuerpos, de su sangre, de su hervor, en forma de hilos
que los guían hacia abajo. Las estrategias del significado permiten
enjugarse el sudor, una vez más, y dirigir la mirada hacia la recuperación
de un yo teatral, sucesivo, idéntico así mismo, a la manera de un gato en
un derrumbe, atestiguando: es el reino de la ilusión uruguaya, donde se
sustituyen cuerpos, donde la sensibilidad parece florecer al abrigo de sí
misma, de su lengua: la neoclásica. En el fondo, todos somos
literatos neoclásicos. Desde las letras uruguayas, así, en una extraña
variedad de registro, una caricia diferida al saber, las letras se ven así:
en una inmensa playa. Se supone, ante todo, un vastísimo silencio a lo
largo de las arenas, una serie de silencios; por otro lado, una agitación
verbal, un aleteo incomprensible, que no consigue disimular pequeños
efectos de locura gestual, una dicción particular. El misterio de la acti-
vidad literaria uruguaya, signo del gran misterio uruguayo, está vincu-
lado a la sangre: una profusión de detalles, de estrategias del no saber,
un cuidado, y más allá un viento extraño, en ráfagas intermitentes, un
frío que se sintetiza nuevamente en silencio. Pregunta: ¿de qué se ocupan
los hombres y mujeres de letras del Uruguay? De un vacío, una simu-
lación. Para no verlo, se elaboran oropeles: strass o tiritas de panadería doman el cuerpo, ávido, de la literatura nacional, un enorme travestí
que deambula por la calle, de noche, cuando ya no hay fiesta. Todo se
proyecta, se prepara, se atesora: se envían frases, desde la hondura, en
más absoluta de las humildades, esperando silenciosamente que todo
termine. Los que aman el arte se paralizan ante una idea, un predicado
que se multiplica a partir de un lugar y una historia limitados, pequeños.