La historia de una mujer
está en sus labios.
Mira la cabeza
de Jannine
contra
el muro ciego
del patio.
Su cara ennegrecida
por la luz.
Sus ojos cercados
por la sombra: a
sombrados, sin
conciencia
de ser
bellos o
cualquiera de esas
magníficas e
inexistentes
cosas
idio
sincrásicas.
Jannine
es una
muerta que sonríe
en sueños.
Un pez
de partes negras.
Cabestro
de negra pez,
de oscuro,
adensado
deseo
bajo la axila.
Döbling
gänger
fisch: doblemente
vacío,
allí donde se hamacan
los arlequines
bajo el sombrío
mandato
de un gancho
de carnicería.
No está bien
que nos adurmamos
en la música.
Como no sea
el repiquetear insonoro
que baja como un trueno
por la correa parda sujeta
a la vieja curva
del tobillo,
al enfermo
remedo de tobogán
asesino de sueños.
El payaso imperfecto
amo y señor
de todos los tableros
deshabitados.
Castigador de la informe
polilla y su frívola
canción de alezna
y polvo.
Los codos y las rodillas
de Jannine: el puro
tránsito de la lengua
rebosada de hormigas,
máscara y lengua de sueño,
tránsito puro del noverbo
en la espesada
selva del escritorio.
El artefacto símil
del tren eléctrico en el escaparate
de la tienda,
junto a otras máscaras y otros
sueños de aire, gestos
inacabados junto
a bocas que cantan y que piden,
redondos muñones como
mazacotes húmedos,
costras que no tienen
conciencia de un horno,
pálidos saludos de muchachas
espesadas en la espera,
inmovilizadas por el deseo
como
magníficos
inmensos
depósitos
de libido
sin uso,
bellos hasta lo insoportable.
El informe poder inane
perseguido por el ojo
en declive, ojo en
derrota. El compromiso
con lo innecesario
y el charco con gotas
de aceite como gordas
pepitas raspadas
con furor opiáceo.
El anhelo de la torre
dentro del sueño del agua.
El sexo que nada
con grandes orejas de monja
entre las crudas anémonas.
Jannine sin cuerpo y sin nombre,
sin obra y sin final,
sin espacio, sin
siquiera el sustrayente sin.
Jannine desprovista de
moribundia mínima
o
mediocridad fecunda.
Sin eso. Ni
siquiera eso.
No, nada. No
sobre todo
eso.
Las piernas cortadas
del enano
avanzan en la estepa.
El ajedrez verdinegro
de la estopa
y el hilo crudo
del trapo.
Es el cortacielo
aliado con la cantora ciega
que hunde la uña exorbitante
en el fastidioso
chirriar del organillero
mecánico
dentro del rodaballo.
No hay ninguna
verdad que referir.
Esto que leo
escribo es tan falso
como todo
lo demás.
El sexo sin sexo
tras la barrera
opaca del cristal
doble, rayado
por la lenta lluvia
de lo inexistente,
del persistente
perecimiento
de todo
lo que muere
sin fin alzado como
un
ralo
bosque de juncos
junto a la mano que pide,
curvada
como una nariz de bruja
con la gran verruga
burlescogrotesca
y
cómicoluciferina
en medio
como un ojo
oblicuo.
Sexo total
que dispersa el cuerpo
de la realidad en polvo
de oro. (En poudre dor.)
Vivir lo falso
hasta el fin
como lo único
verdadero,
ajeno a toda
mitología,
a toda
conclusión
rentable,
luminosa o
pura.
Pobre Balthus.
El hablano
bruñidor del bálano
entre dos piedras
de órgano, con ese
impagable olor
de lo húmedo. De
infancia y
fracaso,
de sol único, y escozor
torturante. Sol señorial
y tiránico: pasto
de la derrota.
El sexo verde y el
verde
de lo verde, el
verdinegro sexual, altamente
creador-destructor bajo
los párpados
soñolientos
que destituyeron
o, por así decirlo,
aniquilaron
toda música.
El rostro abierto
como un gran tajo
de labios rojiblancos,
tumefactos, hinchados
por una verdad
nohistórica,
sin valor alguno,
buena para nada
como
la
amante-prostituta
recostada a la farola
al fondo
de todo blues.
El rostro de la muerta
flotando en el vacío
de neón, profundo
como el cansancio
que aparta los dientes
como bastones
en un remedo de risa,
descomponiendo
la boca,
desmigajando
los labios,
mientras el grito
insonoro
se prolonga
como un túnel.
Es el túnel
del ojo
desprovisto
de mirada.
No ciego.
Sin mirada.
No cerrado.
Sin mirada.
Ojo sin ojo.
Y la música
intocada
del día negro,
centelleante,
lleno de miles
de invisibles
rostros.
Los grandes
labios elefantiásicos
aleteando
contra el cielo
con rüido
pre-histórico.
Los corrugados pies
bailando un baile de niños.
El paso casi brioso,
con la hueca cabeza
arriba
llena de la nostalgia
de la antigua magia,
impulsada
por lo que ya no funciona,
ebria de polvo,
de muda desesperación,
de olvido y olvido
del olvido.
Más equivocada que nunca
en su diálogo
con el firmamento.
Cabeza humana, paso humano
asombrosamente
erróneos.
Y al fondo los temibles
los imparables
carrouseles y su cohorte
de luces, de caballitos
y de ángeles.
Perdido mundo infinito,
infinitamente perdido.
Nadadigo
bajo todo lo que dice
abrumadoramente
mudo.
Ya sé
que no crees.
Y haces
bien: no creas.
No hay nada que creer.
No hay nada que imitar.
Pero allí
comienza todo.
El golpe
repetido en la
protofigura de estopa
que duerme en el polvo.
La locura del labio
que sólo piensa
en el regreso.
Fijo como una
mirada sin ojo,
no oye el silbato.
Quisiera cantar dijo
el cristal de invierno,
los campos
melancólicos, la
fresca memorabilia
de las piernas.
Pero soy, ay,
incapaz de todo eso,
preso del plomo y de la
rabiosa lluvia
de lo frívolo.
El mundo se derrumba
sin un quejido,
como un
fallido clown que no ha
pagado sus cuentas,
aniquilado por la implacable
y triunfal rosa de cartón
y fieltro
de los acreedores
secundados por turbios
animalejos mecánicos.
La electrónica triunfa
remeda, finalmente, patético.
El digresivo
mundo floral, la oficinesca
y monstruosa
celulosa
se extiende como fuego
líquido. Todo
sonríe.
Es imposible
luchar contra lo eterno.
Ese
remedo de rosa,
esa
indescriptible
cosa milenaria,
ese
péndulo en punto
muerto
del rostro-sexo,
del cuerpo-rostro,
lloviznando
sin parar
en el confín más alejado
del universo,
barrido hasta la hez
por lo que no termina,
infinitamente
inacabado.
El cuenco, que no habla,
pre-domina.
Seguirá atrayendo,
con rüido casi alegre
de tubo de escape
de motorcicleta.
El ronroneo
intrascendente
que señorea
en cada centímetro
de la boca. Atrayendo
para siempre. In
concluso mas
imperecedero.
Con
gorda, oscura,
invisible e
invencible
risa
de colodión.
¿Quién exclamó
lo hubiera
dicho?
La, sí,
la
incognoscible,
la
Anodina…