Ni amarillo jaramago ni mármoles vencidos
con su espalda quebrada de abandono;
un tropel de invasores derriban al silencio
en su alta clausura de pájaro exiliado,
avanzando hacia el mar que se tiñe de guerra.
Una brisa de hielo les derrota en la orilla
sus pies petrificados, cegada por los dardos de sal
su mirada de barro, regresan, atrapados de bruma,
arrastrando sus sombras congeladas,
a las tiendas oscuras donde la luz ayuna
dolorida en cilicios vidriados.
Visten las gaviotas su túnica pesada,
monjes lentos camino de maitines,
llamadas por las voces de una lluvia extranjera
que despoja a la ojiva de su claustro de olas.
Alejados del mar, guerreros de otras guerras,
los rostros del verano estrenan fruto ardiente
que les hiere sus venas de un hondo escalofrío.
Liberada de invierno su mirada,
desnudos, se pierden en lo espeso
donde el placer y el vicio habitan
regresando mordidos para siempre
por el plomo veneno de sus ritos
sin saber que es la muerte quien les llama.
Y sin más protección que tu mirada arbotante
que apuntala la niebla de mi piel, asustados,
buscamos la salida entre tanto desorden.
Los bárbaros han sido derrotados y el diluvio comienza.
(¿O tal vez sí que saben que van hacia la muerte?).