Te digo que esta vez lo digo en serio.
No consigo dormir, me asusta el tiempo
que tengo que pasar sin ver tu risa
liviana apoderarse de la casa.
Noche tras noche vienes y me dejas
más sólo que la luna.
Poemas de Eduardo García
En la copa de un árbol construiré nuestra casa,
con tablones y clavos e ilusión y un martillo
alzaré entre las ramas suelos, techos, paredes,
cuartos en espiral, secretos pasadizos
donde obra el azar el don de los encuentros
y de pronto amanece si me miras al fondo
por donde el viento corre a refugiarse,
madera en la madera, crujen las estaciones,
pasan a visitarnos los amigos,
huele a café, huele al árbol en que nos acogemos,
al rumor de las hojas, a la tierra
donde brota su impulso, su sed de los espacios,
se siente allí el verdor de las promesas,
casa y árbol fundidos, una sola criatura,
se es feliz de algún modo impreciso y vital,
con los años al árbol le van creciendo ramas,
gana cuerpo, se inclina hacia las nubes
y de pronto la casa ha ascendido unos metros
y hasta el aire es más puro, más ancho el horizonte,
las estrellas fugaces proliferan, ahora
vigila la espesura, hay luz en la ventana,
a cubierto de todo, suspendida,
luz de hogar en la noche, resplandor,
y una escala de cuerda entre las ramas,
si subes por la escala no hay retorno,
en la cima del viento hallarás nuestra casa.
Debiera ser verdad, debiera el día
inundarse de luz como hoy lo veo,
con su gesto de sábado y ventanas
abiertas al rumor del oleaje:
caminas junto a mí, tu voz me alcanza
con su aliento de fruta y la cadencia
de tus pasos se funde con mis pasos
y no nos cabe el alma ni este puro
fervor de criaturas que el deseo
arroja hacia una playa que no existe.
Ese hombre que camina
con las manos sujetas a la espalda,
nos saluda al pasar, comprueba su reloj,
acude a su quehacer sin preguntarse
si va en su dirección y en su sentido.
No sabe que a su espalda se libra una batalla,
que su mano derecha
aferra sin piedad a la otra mano,
la retiene a su antojo por la fuerza,
prisionera, infeliz, sin voluntad.
Como eco de una voz en la escalera
un distante violín viene brotando,
viene rasgando el aire, resonando
por las frías estancias. Mira afuera
del círculo perfecto en que se encierra
tu vida ese violín que va borrando
las sombras de tus días, conjurando
tristeza con tristeza a su manera.
Tus caricias. El mar. Los cocoteros.
La sábana enredada entre tus piernas.
El maitre del hotel, su voz de frío:
«Veinticuatro horas, ¡ya sabe!».
Supe que un día era un plazo inconcebible,
que tan sólo unas horas bastarían.
Conocí el huracán, la madreselva.
Hay un dolor más hondo.
Hay una más profunda mordedura.
Un peor desenlace de tinieblas.
Una bala que acecha tus latidos.
Más allá del vaivén de los deseos.
Más allá de palabras sin orillas.
Más allá de la súbita desgracia.
Llamamos vida
a un desfile de dígitos cansados
zumban coléricas las moscas atrapadas en cárcel de cristal
el viento de la sangre remueve las cortinas
la luz por un instante parece herir la tapia filtrarse en el cemento
la oquedad se adivina y más allá
palpitan en la noche los astros encendidos
combaten los caballos por la flor las aguas por la piedra
la orquídea cobra vida en el torrente
a la luz de la Luna el musgo brilla con fulgor de diamantes en la hierba
no hay rutas convenidas ni semáforos ni siniestros carteles de prohibido pasar
pero abundan los cruces de caminos cuando menos lo esperas amanece
los hombres vagan a su antojo las sendas se disuelven a su paso
quiero decir que a la sombra de los robles te esperan los amigos que perdiste
y hay sábanas tendidas que guardan el olor de encuentros que no fueron
mujeres
que solitario amaste a la distancia
pero aquí el eco salva todos los precipicios
irrumpen de la nada las pasarelas del deseo
trenzan sus trayectorias en todas direcciones
el viajero termina por arrojar al fuego la brújula y los mapas
confiando sus pasos al instinto se interna en la espesura
aunque un día de pronto se detenga a contemplar las huellas de su viaje
despierte abra los ojos comience a comprender
nada importa cuán vasta la travesía se despliegue
la apariencia radiante de confines la ilusión derrochada en la aventura
todas las pasarelas conducen a la tapia
si se es fiel a un deseo si se sigue
su rastro hasta el final
nos aguarda el ladrillo hincado en tierra
la mansedumbre hostil de la costumbre
un olor a madera que envejece
un desfile de escenas repetidas
la cárcel de cristal
sin cerradura
Al fondo de mí mismo hay cuatro puertas.
Desciendo por el pozo hacia los hondos
canales que me surcan. Pecho adentro
cruzo la oscuridad a ciegas. Voy
palpando las paredes. Ahora el aire
es más puro. Vislumbro el resplandor:
la puerta del jardín de los deseos,
la puerta del instante prodigioso,
la puerta de la infancia recobrada.
Es inútil que llores, mujer, ven
a mis brazos, olvida
la fría hostilidad de los pasillos,
la asepsia de las gasas, el goteo
mecánico del suero. Ven. No traigas
las sombras a esta casa donde fuimos
felices, que su aliento
se quede tras la puerta:
no rezume en tus ojos y me rompa,
no calcine mis labios si te beso.
Y entre todos los días y sus noches,
y entre todas las vidas que aquí arrojan,
en esta habitación que no es de nadie,
sus sombras paralelas,
tu cuerpo de gacela apresurada:
Piel arriba la sangre remonta hasta tus labios,
te inundan las hogueras con su clamor de jungla,
desnúdate -me dices-, olvida las palabras,
y entre mis brazos huecos yo te siento temblar
como luna en el agua, contra mi pecho oscuro,
y me siento rozar el techo de los cielos,
tierra, fuego y ardor, cenizas que se yerguen,
coronas mi cintura con aluvión de vértigo,
se desertiza el mundo en torno de esta cama
y mis manos se aferran a la vida en las tuyas,
una lluvia muy honda te riega noche adentro,
la carne se disuelve con su rumor de sombra
y un vasto corazón nos pertenece.
Hay un hombre que grita en el vagón del metro.
Yo he visto allá en sus ojos la lenta caravana
de imágenes heridas, de minuciosas sombras
que acuden a su encuentro con el gesto de siempre,
con el gesto que nunca volverá a contemplar.