A los labios del hombre taciturno, la aurora
trajo un ebrio recuerdo de olvidados cantares.
El alba en las pupilas noctámbulas había
sorprendido la angustia de las viejas saudades.
En los círculos hondos de las mustias ojeras
se azulaba un exceso de veladas sensuales.
Vertió el vino de Francia
en la copa vibrante.
— La noche prolongaban
los grises cortinajes –.
Miró la flor marchita
de su frac un instante,
y evocó vagamente:
Casi estaba desnuda
en la fiebre del baile.
El breve seno apenas
velaban los encajes.
Oprimía la espalda
la caricia insinuante
que vagaba furtiva
de deseos. El talle
cedía entre su brazo
como un junco ondulante.
Después… aun más desnuda
la tuvo que en el vals,
y pensó vagamente:
Flor y mujer, vosotras
sólo duráis un baile.
— En la mano brillaba la heráldica sortija
herencia antigua y noble de un tiempo inmemorable.
Trémula entre los dedos fatigados, la copa
despertó una añoranza de mujeres fugaces –.
* * *
Las lámparas habían develado la alcoba.
El alba subrayaba de luz los ventanales.
Las severas efigies de los antepasados
miraban desde el fondo de remotas edades.
Con un grito argentado de dagas, la panoplia
al nieto recordaba las glorias ancestrales.
Dejó la copa exhausta
sobre la mesa grave.
Descorrió silencioso
los grises cortinajes,
y pensó vagamente:
¿Y de todo qué resta
tras el sensual alarde?
Sólo una flor marchita
en la seda del traje.
— En las manos del hombre taciturno, la aurora
palideció una huella de victorias cobardes –.