Versos para un grabado de Durero
1. El caballero
Un caballero es alguien
que se opone al pecado.
Sale con paso de aventura
en busca del origen de su alma.
Sale hacia el sol,
dialogando con el múltiple espejo
del rocío.
Conoce la clara fisonomía
de cada estrella.
Ha sido huésped nemoroso
de cada árbol.
Ha templado su arma bendecida
en cada amanecer.
Un caballero es alguien
que se opone al pecado,
que requiere su espada
y despliega sus armas,
ante el malicioso rostro,
ante la incitación perfumada
de una doncella, cuyo pecho
resguarda los ámbitos del Paraíso.
El caballero avanza
ceñido por las ramas.
Su mirada es más fría
que su espada. Arde su corazón.
Su memoria persigue
los parajes extensos,
las sombras que atestiguan
un pasado más puro que los cielos.
El Caballero avanza por el bosque.
Los mirlos le siguen, le acompaña
el silencio de las ramas, y el aire.
Busca el lugar que canta
en el bosque remoto. Avanza
como un trémulo azor hacia el pecado.
2. El diablo
Resuenan sus pensamientos.
Combaten sus ojos cristalinos
con la más dura imagen del pecado.
Algo tiende sus frutos y procura
arrebatar su alma bajo el bosque:
es el diablo el que canta entre las ramas.
El diablo es la alegría
que entrega llanto y ríe.
Es el perfume que alarga una rosa
cuyo centro está hecho de tinieblas.
Es la campana que anda sola recorriendo el bosque,
y suena como un canto inocente, de llanto y risa.
El caballero escucha,
requiere sus armas,
atraviesa veloz las ramas,
ora.
El caballero sigue por el bosque.
Alguien lo llama aún con voz muy poderosa.
Trina el diablo, retiñe su campana, su cascabel
persigue, su risa avanza.
El caballero escucha: está lejos la sombra.
No hay música tan pura como el silencio.
No hay palacio tan puro como las ramas.
Su caballo comienza a encantarse, el aire
se viste de una serena música, corporal, cristalina:
el caballero avanza hacia la muerte.
3. La muerte
La muerte es el soldado
perpetuo del Señor.
Cuando alguien hiere
la mirada que nunca se fatiga
ella viene a volverlo
ser único del mundo ante esos ojos.
Cuando alguien deja hundir su sueño
detrás del propio cuerpo,
ella viene a golpearle
amorosa los hombros,
y descubre un viajero
más despierto y profundo.
Cuando alguien olvida
su existencia,
ella viene y desgrana
en lugar suyo
la melodía abierta del ascenso;
esparce como el agua por el suelo
el lento descender,
el ir arriba.
Cuando es llamada
por aquél que no puede con su alma,
se oculta entre la malla de los días;
luego se cubre el pecho
con su coraza negra,
y armada de su lanza,
su caballo y su escudo,
se arroja inesperada
entre la hueste erguida.
Tala sin ruido
lo pesado y lo leve.
No pregunta ni escucha.
Trabaja y parte
hacia otro ser,
único en el mundo,
que la espera aunque duerma,
que la espera y despierta
para encontrarse solo
ante su cuerpo abierto,
sin secreto y sin mundo
delante del Señor.
Ella atraviesa el tiempo
como atraviesa el polvo los espacios.
Sus combates
renacen el instante en que los cielos
sin peso fueron levantados
y fueron destruidos.
Para ella las flores,
el adiós, la sonrisa,
la aflicción que no acierta,
lo hiriente y lo amoroso.
Para ella el olvido,
el no mirarla nunca
destruir el espejo,
devorar el silencio,
arrinconar el mundo.
Para ella los brazos,
los metales más puros,
los signos, el lamento,
que todo esto alcanza
a dejar que su canto
penetre hasta las hondas
claridades del cuerpo.
La muerte es el soldado
perpetuo del Señor.
Cada muerto es de nuevo
la plenitud del mundo.
Por cada muerto habla
la piedad del Señor.
Aquella que nos busca
debajo de lo oscuro,
la que nos pone en llamas
otra vez como el día
en que los cielos fueron
creados y deshechos,
es la siempre perdida,
la siempre rechazada,
pero la siempre entera,
corporal, cristalina,
memoria del Señor.
El Caballero rinde
sus armas a la muerte.
Su corcel se arrodilla
lentamente en el aire.
Las ramas tienden
hacia el cielo su alma,
cantan a su gloria,
le entregan al Señor.