¡Oh, mi roca!…
¡La que me pone con la mente inquieta,
la que alumbró mis sueños de poeta,
la que, al tocar mi Cristo, el cielo toca!
Si tantas veces te canté de bruces,
premia mi fe de soñador, que has visto,
alumbrándome el alma con las luces
que salen de las llagas de tu Cristo.
Oh dulces ojos, ojos celestiales
que amor provocan y piedad respiran;
ojos que, muertos y sin luz, son tales
que hacen beber el cielo cuando miran.
Como desde la roca en que os he visto,
de esa suerte,
en la suprema angustia de la muerte
sobre el bardo alumbrad, Ojos de Cristo.