Latió el metal y luego
cayó muerto:
cedió su voluntad al ejercicio del crimen
y se marchó como el óxido,
sangrando por los andamios de la tierra.
Su grácil sombra quedó enterrada,
como un cuchillo roto
sobre una callada loma verde,
en el lozano ábaco del bosque.
Mientras el viento con su cuartel de cascadas
balancea el caminar equino de las mariposas,
alguien recoge el bulto
y eso es casi el final,
solamente, aquí,
algo queda temblando
como un raro puente roto.