Para José Rey
Al fin llegó el esperado,
se abrieron las puertas de la casa
y de nuevo se encendieron las luces.
Una sombra ligera había repasado
las paredes, que brillaban como ojos metálicos.
El esperado comprobó cada uno de los secretos
que guardaba la casa mágica
llena de los amigos que fueron llegando
con gorgueras nadantes, en campanillas
de congelados sonidos como albatros.
Hay un rincón
que se abre como un libro de cetrería
y se cierra como un antifonario
en la medianoche temblequeante.
Sus páginas son la escarcha
que penetra en un paquete sellado.
Sus silenciosos tumultos
son llamas en el agua,
que ven de cerca, día por día,
el reloj coralino
que ensaliva la eternidad.
Una eternidad sucia, confundida,
que da tropezones en la ley matinal
y se reconoce y se come a sus hijos,
como el caballo de la noche
que relincha sin tregua.
Es una bobalicona batalla
en donde todos nos quedamos
dormidos. Y nos van diciendo
quiénes son los vencidos
y los que siembran maíz,
polvos de arroz,
confundidos con la grasa de la mula
en la coronación.
La talanquera mugiendo con las vacas.
Los flautines bucoliastas,
dije de ostras lagañudas,
inician el asedio.
El incendio tamboril
desordena el asalto.
En el bostezo, nubes
y números de nubes,
de confín en confín.