El fuego, oyes, se empieza a apagar.
En los ángulos las sombras se agitan.
Y ya no hay modo de poderlas señalar,
gritarles que se queden quietas.
Cerrando filas, se han puesto a formar.
No, esta hueste no atiende a palabras.
Silenciosa avanza de cualquier rincón
y yo de pronto he ocupado el centro.
Más altas cada vez, signos de exclamación,
las explosiones de tinieblas se elevan.
La noche arruga el papel hasta el mentón
de lo alto, cada vez más densa.
Se han esfumado las agujas del reloj.
Y éste no se ve, ni se oye siquiera.
Y aquí no ha quedado más que el brillo ocular,
inmóvil, detenido. Detenido.
El fuego se apagó. Lo oyes: se apagó.
El humo ardiente vuela por el techo.
Mas no huye de la vista este fulgor.
O, mejor dicho, no deja las tinieblas.