El ladrón de Antonio Gamero

A Jules Supervielle

Como los grandes vientos que soplan en su nocturna y miserable inmensidad,
En las profundas soledades del invierno,
Yerro hirsuto, miserable y sin abrigo.

Ya el lobo no escucha en su guarida
Sino el golpe siniestro de mis años.
Y cuidado con las llamas de un solsticio soñado:
En sus claros de bosque,
Las divinas y vigilantes miradas husmean entre las hojas marchitas.

Desollándome como Judas el infame
-El alma en la punta de la lengua helada-
Me agito en el más bajo fondo del bosque
Como las entrañas del famélico.

Mil formas solemnes se precisan en esta sombra oscura y temida,
Mil formas solemnes que se jactan ante mí del hipócrita contorno de sus encantos.
El limo de mi sombra aterciopelada
Me ofusca los sentidos y anuda mis pasos.

Como el árbol que dolorosamente reprime su cuita
En el blanco nadir de sus raíces,
El hombre maldice su destino.
En la basílica de los pinares,
El yermo corazón se lamenta:
¡Despréndete aceleradamente, río, y sé
La cuerda, la siniestra cuerda que me estrangulará!
Que las ramas de hierro prendan los hervores de la tempestad.
Aunque las frondas del relámpago estallen,
No podréis jamás apagarla.
Cielos, tristes y sombríos cielos,
¡Jamás apagar esta llama de amor que canta dentro de mis ojos!

¡Sobre qué lienzo se imprime mi semblante?
Sobre vosotros, charcas de absintio
Y putrefactos brazos del río.

En el aire, en el agua mental del firmamento,
¡Dónde, en qué onda embrujada, se abrevan mis ojos?
¡En las cavernas de la tempestad o en la extrema
Soledad del movimiento?

¡Hierbas, adiós!
Me he fatigado y saciado con vuestra savia inmóvil.
¡Adiós!
Me lanzo sobre la punta de mis pies
Hacia el meteoro de Belén.
Sin hurtaros un día el Paraíso,
Al revés de la gota adormecida,
Escalo los torreones más altos,
Señor,
Señor, a fin de ofreceros muscíneas.