De pronto, en pleno día, cual si hubiera
caído ya la tarde, la montaña
paró de resonar… Bajó la fiera
del monte. Despertóse la alimaña
rondadora y el último gemido
del viejo roble herido
por las rústicas hachas, rebotando,
naufragó en el silencio… Se diría
una inmensa embriaguez, o la agonía
de una madre común… Labriegos mudos
corrían por las sendas, sollozando,
con sus hijos a cuestas. Perros fieles,
silvestres y lanudos,
les seguían. Los pájaros salvajes
devoraban, chillando, los planteles
indefensos. Inmensa era la pena
que turbaba la paz de los boscajes.
¡Horrible y desolante la condena
que azotaba a sus hombres!
En un claro
del bosque el centenario campesino,
patriarca de las selvas, escuchaba,
como un reo de muerte,
la implacable sentencia del destino.
La justicia del hombre le arrojaba
del terruño. Debiera salir luego,
al instante. Rodar era su suerte
como rueda un leproso…No era suya
la tierra no era suyo aquel asilo
de raposas, labrado por sus manos.
La ley lo quiere así: no es del labriego
que la vence, la selva impenetrable,
sino del que la compra… Las mujeres
lloraban y el anciano venerable
sollozaba también. La selva pía
respondía al clamor de aquellos seres
desolados… Tardaban.. Ya no había
sino que obedecer. Era la hora
de la siesta y, en fila, lentamente,
partieron para siempre, y hasta ahora…
Aquello semejaba una partida
para la eternidad…
Corría al frente
el río, era la linde más cercana
y a través de su gélida corriente
tomó la dolorosa caravana.
Montaña iba adelante,
la vaca de los niños; sus mugidos
buscaban a sus críos que, ateridos,
la seguían. Tras de ellos Cordillera
marchaba, el gemebundo y viejo toro,
y a la siga iba, el último, Flor de Oro,
el pobre ternerillo delicado
que a su madre perdió cuando naciera.
Siervos de siervos, el haber salvado
los bueyes arrastraban bajo el grito
siniestro, que lanzaba al infinito
la rabia del boyero… Tristemente
balaron las ovejas
al paso del torrente:
las selvas resonaron con sus quejas;
y después, ¡nada más!… ¡Mísero fruto
de veinte años de lucha y de trabajo:
y mies se helaba, se moría el bruto
y siempre, a cada empuje, más abajo!…
Bien valía la pena
de llorar…
Y lloraba, en seguimiento
del ganado, la mustia cabalgata.
El viejo iba el primero. La melena
de los coigües movidos por el viento
le arañaba las barbas de oro y plata.
Mudo, sobre el caballo campesino,
clavaba, fijamente, las pupilas
seniles y tranquilas
en las hojas caídas del camino.
La selva repetía los sollozos
de la anciana mujer que iba a su grupa;
y en seguida los mozos
caminaban, sus hijos y mujeres,
cargando los campestres menesteres;
su alma hasta el fondo lacerada estaba,
pero hervía la sangre y la cadena
que hundía ahora su cabeza esclava
no alcanzaba a arrancar los sueños fijos
en su pecho: besaban a sus hijos
y soñaban en medio de su pena…
Guadalupe, la huérfana, a la siga
de todos, gimoteaba de fatiga
con su chico en los brazos; y el pequeño,
que todo lo miraba como un sueño,
bajo el materno andrajo miserable
cargaba la paloma y sonreía…
Y así por la montaña inacabable
la errante caravana descendía
con la vaga inquietud y la inconsciencia
de bestias que abandonan la querencia.
‘¿Adónde vamos?’ -se decían todos
en su mudo terror- y su alma obscura
de víctimas, forjada en los éxodos
de la raza, ‘a la selva, a la llanura-
les contestaba- al páramo, al camino,
a donde van por el invierno el ave
de los cielos, el cardo peregrino
y el agua del torrente… ¿quién lo sabe?’…
‘¿Qué haré? ¡Dios mío!’ -en su infinita pena
gemía el viejo- y esa lengua ignota
cuya voz tan clarísima resuena
dentro del alma que la suerte azota,
le contestaba: ‘Rodarás primero
por la selva materna, luego el llano
dará senda a tu paso lastimero;
verás al hombre y sentirás su mano
más fría que la nieve de esta sierra;
cual puñado de tierra
tirado al río, en ese mundo extraño
se hundirá tu familia perseguida;
venderás tu rebaño
y tu lecho… y tus hijas en seguida…
Hasta que un día de piedad, la muerte
venga y te diga: ‘Te engañaste, ¡oh viejo
montañés, fatigado por la suerte!
tampoco es tuyo este rincón sombrío,
esta vida no es tuya… Mi consejo
de báculo te sirva. Cruza el río
de nuevo, cruza el valle nuevamente,
los eternos linderos atraviesa
y doblega, por fin, tras tan doliente
caminata, en mi seno, tu cabeza…’
Así con la callada caravana
dialogaban la muerte, la tristeza
o la desolación. La selva indiana
doblegaba sobre ella la cabeza
como un ala materna. Las raposas
hacían resonar las hondonadas
con sus gritos. Bandadas tumultuosas
de pájaros dejaban las aguadas
al acercarse el infeliz proscrito.
El bosque inacabable se volvía
y el camino tornábase infinito;
pero los hijos de la selva obscura,
que temían al sol y a la llanura,
lo deseaban más largo todavía…
De pronto un sofocado rumor de hojas
y el volar de unas aves intranquilas
sacaron de su pasmo y sus congojas
a los hijos del bosque; sus pupilas
tornáronse a mirar por vez primera
el camino sin fin, la senda brava
de sus quejas y lástimas testigo…
era León, el buen perro, el viejo amigo
que alejarse los viera
sin llamarlo, y allí les alcanzaba…
¡Nunca el bruto viniera! Fue una espina
sobre espinas (ya el día era pasado
largamente), la gente peregrina
desbordó su dolor acumulado,
y así como si un puma
rugiera bajo el hambre que le abruma,
un sollozo infinito,
confusión de blasfemia y de plegaria,
prolongó sus querellas,
al primer resplandor de las estrellas,
por la inmensa montaña solitaria…